El coche “Z” de la policía paró junto a un camión aparcado a
las afueras de la ciudad, justo donde le indicaron. El inspector
Pereira, hombre alto de treinta años, de paisano, se apeó
ordenando a dos números que esperaran dentro del coche policial.
Eran las dos de la mañana. Golpeó suavemente la cabina del camión.
Asomó, corriendo un poco la cortina, un sujeto de unos cincuenta,
con poco pelo, grueso y mal encarado.
—¡Qué pasa!
—Buenas, soy de la Policía, contestó enseñando la placa, ¿eres
Servando Repiso?
—Sí, señor. Usted dirá.
—Me vas a explicar lo que ha pasado hace un rato en tu casa…
Después pensaré qué hago contigo. –Servando pensó, qué
diligentes son los polis con gente normal.
—¿¡Que qué ha pasado!? Pues que al llegar a casa, después de
dos semanas de viaje, encuentro a mi mujer con un moro en plena
faena. –contestó Servando bajando del camión.
—¿Cómo reaccionaste? —Aplicándole al moro una sarta de
patadas, paraguazos y bofetadas; si no escapa lo mato, contestó
Servando, todo acompañado de recias palabras que no sé si
entendería.
—Sí que entiende, sí. Habla bien español, dijo el inspector. Y,
¿porqué le arreaste candela? —¿¡Cómo!? Usted, ¿qué hubiera
hecho? —El que pregunta, soy yo.
—Más le tenía que haber dado, y ella porque escapó, si no cobra
también. ¡Después que la retiré de prostituta! ¡Mire cómo me
paga! -Servando se encolerizaba.
—Mira, Servando. Según la ley, tu mujer tiene derecho a irse con
quien le apetezca y, si se separa de ti, seguro que se queda con tu
casa y, encima le pagarás pensión.
—¿Pagarle yo? Antes la mato.
—Baja del burro, Servando. Mira, continuó el poli, tengo una
denuncia contra ti de un tal Mohamed Adhal por agresión e insultos
xenófobos. Sólo por eso, y sin darte explicaciones, te tendría que
llevar esposado al calabozo, pero, digamos que me fastidia
moralmente; lamentablemente las leyes son así. –Aún refunfuñaba
algo Servando- Y puedes dar gracias, siguió, que no le hiciste
sangre. Hubieras ido aviado, que si cárcel, que si indemnización y
demás… —Pero, bueno, ¿en qué país vivimos? -saltó Servando.
—En España; la legislación es así, no la pongo yo, la pone el
gobierno con los votos de la ciudadanía. Te recomiendo que te
enmiendes y seas bueno. Sólo te aviso. Buena parte de culpa la
tienes tú. — Yo, ¿porqué? —Por casarte con ella, que le doblas
la edad, ¿te crees un Robert Redford? Ella va a por todas, se sabe
las leyes y comprobarás que sacará tajada.
Servando conoció a Graciela en una rotonda en un polígono
industrial. Se hacía cruces que una joven tan guapa ejerciera la
calle. Ella había recabado en España pensando en trabajar. Pero al
comprobar las condiciones laborales existentes, prefirió
prostituirse por su cuenta; aun a riesgo de que la apalizaran las
mafias. En esta actividad en una semana ganaba más que en cuatro
meses limpiando. En un centro de acogida, se ilustró bien en
legislación vigente. Decidió pillar marido y obtener así
nacionalidad y derechos. Servando quedó prendado de la joven que
subió al camión portadora de una melena hasta la cintura con un
rostro color tostado claro que guardaba unos ojos y una boca, siempre
sonriente, que sabría mejor que todos placeres mundanos. Le gusto
más aún la musicalidad de su hablar, “sí, señoool; lo que mande
el señool; qué placel me da, señool; junto a usté no envidio ni a
la reina de Java, señool” Y más adelante, “Selvando, mi amoool,
quiero que me hagas tu esposa, mi amool, te haré requetefeliz, mi
amool; a tu lado no necesito a nadie más, mi amool…” Y lindezas
así. Y picó, claro.
El tiempo se encargó de explicarle a Servando lo que vale un peine.
Jodo... La tal Graciela se trabajó bien al Repiso; y se propuso exprimirlo, claro. Así, así vamos bien. Somos un país de machistas irredentos; según se ve. Me ha gustado
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