Cuando don Zacarías se enteró del convite, puso en marcha como una
flecha el protocolo de llegada. Cuando se trataba de comer de gorra,
no necesitaba insistencia; ni invitación.
Don Zacarías tenía también propiedades de girasol; torcía siempre
al sol que más calienta. En cambio, era lento como una tortuga
cuando barruntaba trabajo; y, más aún, si se trataba de rascarse el
bolsillo.
Celebraba sus bodas de oro don Servando, rico terrateniente del
lugar; habíanse preparado abundantes manjares y buenos caldos de su
bodega
Zacarías no recibió invitación; “es igual, caeré de rondón y
me adentraré en el evento sin dificultad. Para eso nutro al señor
de buenos chivatazos y le señalo sus detractores”. Además estaba
Emilia, doméstica de la casa, madama de amplias caderas, reidora y
muy amiga de jolgorios y cachondeos. A don Zacarías le gustaba a
rabiar. Sabía que a ella le encantaban las peladillas; compró un
paquete.
Don Zacarías, con sus cincuenta mal llevados, ejercía de
correveidile del pueblo; gozaba de poco aprecio, pero cuando convenía
lo usaban. Era flaco y verdoso como un pepinillo en vinagre;
últimamente andaba escorado a causa de unas patadas que le arrearon
por poner excesivo celo en su actividad. Por la procedencia de los
golpes, consideró atinado no denunciar. Por si acaso.
Llegado el día del festejo, tuvo que andar sus buenos tres
kilómetros hasta la heredad con Cierzo helador. Al llegar, una
jauría de perros casi le muerden; los sujetó Emilia que salió al
oír los ladridos.
—Gracias, Emilia, es usted un ángel…
—No tiene importancia, don Zacarías ¿Qué le trae por aquí?
-Zacarías quedó perplejo… le extrañó la observación; se
consideraba de casa.
—Pues vengo a felicitar a los señores, y a celebrar con ustedes
tan importante fecha.
—Vale pues, vamos adentro. –Don Zacarías le entregó las
peladillas… Emilia le dedicó una amplia sonrisa; “qué amable es
usted, don Zacarías. Muchas gracias”.
Cerca ya de la entrada, se oía música, salía calor y un
reconfortante olor a viandas que estimularon la salivación de don
Zacarías; no había probado bocado desde el desayuno. Anochecía.
—
¡Alto ahí! ¡No puede pasar! –Era Timoteo, un mastodonte como un
armario que con sus manazas paraba en seco a una caballería al
galope. Estaba para espantar indeseables. Don Zacarías pensó que no
se dirigía a el; intentó acceder.
—
¡No puede entrar, he dicho! ¡Y no me gusta repetir las cosas…!
—Aquí hay una confusión, soy don Zacarías, amigo personal de don
Servando…
—
¡Eso se lo dirá usted a todos!
Don Zacarías vio en Timoteo destellos de ira y rabia que le recordó
las patadas recibidas hacía poco; aun así razonó, suplicó, casi
lloró… Todo delante de Emilia y demás invitados que se acercaron
al oír voces. No coló.
Abochornado, casi no sentía el viento acompañado de ráfagas de
lluvia cuando regresaba a su casa.
Vicente Galdeano Lobera.
Es lo que tiene el ejercer de alparcero; te emplean cuando conviene y después pasa lo que pasa. A la larga o a la corta te dejan tirado: don Zacarías, siendo tan mayor, no calculó bien el terreno. Me ha gustado.
ResponderEliminarY el hambre que pasan algunos de esos tipos, como D. Zacarías... o más.
ResponderEliminarAsí de claro, don Zacarías pertenece a ese grupo de personas que se aclimatan a no trabajar y que están reñidos con el aseo y después les pasa lo que les pasa
EliminarSaludos, Manuel. Gracias por leerme.
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