Se pasó una hora buscando el calcetín rojo; Marisa rebuscó
sin resultado por la destartalada estancia donde en un camastro junto a su
novio se habían desfogado. Bueno, sólo él, rápidamente; Marisa no notó ni
cosquillas.
Marisa, de dieciséis años, era mujer no
muy alta dotada de unas medidas muy bien proporcionadas resultando una bonita
figura. No se fajaba los pechos, pues los tenía sólidos y se le insinuaban los
pezones durísimos bajo su atuendo. Poseía, además, una hermosa cabellera oscura
que enmarcaba un rostro moreno con unos deslumbrantes ojos color ámbar y
abultados labios que al sonreír descubrían una hilera de dientes muy blancos y un
poco imperfectos que la hacían más deseable. Marisa, guapísima, era hembra que
abrasaba al tacto. Sería pecado estar a solas con ella y no desearla. Marisa no
tenía consciencia de lo hermosa que era ni de la admiración que arrancaba a su
paso llevándose todas miradas.
Había acudido con Marcelo, su novio, a
la ribera del río, la abundante vegetación lucía en todo su esplendor los
colores del otoño. Se acercaron por el cauce, sin agua, hasta un viejo molino y
entraron. Marisa, de elegancia natural, vestía una corta falda escocesa que
dejaba ver sus bien torneadas piernas y blusa a juego con discreto escote;
calzaba unos zapatos con hebilla, de
paje, y calcetines rojos. Ofrecía la estampa de una bellísima colegiala.
Dentro del molino se produjo un altercado que
Marisa no estaba dispuesta a repetir. Apenas entraron Marcelo, sin preámbulos,
comenzó a desnudarla sin tanteos ni delicadeza esparciendo su elegante
indumentaria, calcetines incluidos, por la estancia. La tumbó y comenzó a sobarla
saciándose enseguida, pero dejando a ella “in albis”, sin sentir ningún placer.
—Eres un tontito, Marcelo… y no voy a
consentir que me toquetees más.
Él aún estaba jadeando por el
rápido placer obtenido; quedó apesadumbrado por la amonestación de Marisa.
—Perdona, amor, es que no puedo
reprimir mis impulsos —Pronunció otras disculpas mientras ella recogía sus
prendas.
—¡Hala…! Ahora me falta un calcetín.
Ayúdame a buscarlo… demuestra que sirves de algo.
No lo encontraron; Marisa preveía riña
en casa, seguro que su madre estaría esperándole.
Al salir, la había
amonestado: “Qué ganas de llamar la atención, Marisa, con ese calzado pareces
una niña”.
Llegaron al pueblo, Marisa se desvió
hacia su casa, no permitió a Marcelo acompañarla. Milagrosamente, en una
esquina vio su calcetín encima de un seto.
— ¡Uf! Menos mal, no sé cómo habrá llegado
aquí. Bueno, el caso es que lo he encontrado…
Al intentar cogerlo, desapareció la
prenda del arbusto. Se asomó y vio a Manolón, un mastodonte deforme que ejercía
de tonto oficial, tumbado en la yerba con su calcetín.
—Ji, ji, ji, jiiii… Este calcetín tiene
precioooo… Si lo quieres te costará algoooo… Ji, ji, jiii… Marisa, sorprendida
conseguiría su prenda como fuera. Preguntó a Manolón el precio y él le dijo que
podía muy bien terminar la faena empezada por su novio, que la complacería.
Ella dijo que sí, “vamos, detrás de esa tapia no nos verán”.
Manolón, quería sacar tajada.
Calculó mal; sacó, además de
patadas en la espinilla, una ración de sonoras bofetadas y la visión de Marisa
escapando con el calcetín.
Vicente Galdeano Lobera.
El que ejerce de tonto oficial es porque se lo merece.
ResponderEliminarPues, sí; antes en cada pueblo había un tonto, y de ahí no pasaba la cosa... Ahora, el censo de tontos ha aumentado, pero de manera alarmante. Qué le vamos a hacer!
EliminarGracias por leerme, Manuel.
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