— ¡Cada día eres
más tonto! ¡¿No tienes ojos en la cara o qué?!
Callada por
respuesta; sus padres le habían inculcado sumisión, y en lo poco que acudió a
la escuela, también.
— ¡¡Mal empleado el
pan que te comes…!! ¡¡Fuera de mi vista!!
El diálogo, más bien monólogo, era entre dos
hermanos, el mayor de treinta años, y Carlos de once; estaban componiendo unos
aperos agrícolas. Carlos hiciera lo que hiciera todo estaba mal según el mayor,
que siempre se dirigía al pequeño exento de razonamiento, con gritos, con
violencia, con ira atroz; con un odio injustificado, hacía blanco en Carlos de
todas sus frustraciones.
Carlos, en cuanto olía la tormenta procuraba evitarla, por
todos medios adelantándose a los deseos del otro, pero no había tu tía; tenía que
dejarle mal, y si había público, mejor. Comenzaba quedándose sin habla, cambiando
de color desando se lo tragara la tierra; a menudo pensó en matarse. En este
caso, siempre lo recordará, estaba Rosamari, preciosa niña de diez años que era
su amor de adolescencia; ella al contemplar la humillación de Carlos –qué
crueles son los niños-, comenzó a burlarse.
El episodio, uno de
tantos, no se lo desea Carlos ni a su peor enemigo. Durante años soportó
violencia que le era difícil evitar; estaba dentro de su familia. Tanto en el
trabajo, que no terminaba nunca, como en casa. Y todo con el beneplácito de sus
progenitores.
Carlos, poco a poco
más anulado y con fuerte sentimiento de culpa, concluyó que sí, era tonto.
Envidiaba a sus amigos; ellos tenían en la familia consuelo y apoyo, mientras
él parecía estar emparentado con ogros.
Si Carlos hubiera
tenido la instrucción que con buenas lecturas alcanzó años después, podría muy
bien haber paliado sus circunstancias:
“Ser mayores no os
da derecho a insultarme a todas horas, vivir aquí es un sinvivir; el plato que
como en esta casa se me atraviesa en la garganta; paradójicamente a causa de
mis hermanos. No merezco el desprecio y humillaciones que descargáis sobre mí
de manera tan dolorosa y con crueldad desmedida dependiendo de vuestro humor.
Os libra mi apego a la familia. Merecíais la muerte”.
Carlos, se reconoce
culpable por no escarmentarlos; por no matarlos, vamos. Ya jubilado, aún tiene
pesadillas por este recuerdo y otros peores. Nota las heridas cerradas en
falso. Podía haberse resarcido de los agravios, pero cuenta la consanguinidad;
no lo vio correcto.
Sin embargo, el
tiempo, el cielo o alguien superior, les dotó de castigo a sus dos hermanos
verdugos; el uno murió en medio de dolorosa enfermedad reducido a una piltrafa;
y el otro, desde la cuarentena está siempre enfermo, baldado y con atroces
dolores.
Vicente Galdeano Lobera.
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