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Estábamos dos conductores sentados a la mesa
en un bar de carretera esperando la cena. Nos servían el primer plato cuando
vimos por los ventanales del local entrar otro camión al aparcamiento. El
chófer era el Anselmo Cerezuelo, profesional de prestigio y compañero nuestro.
—Habrá que
recoger las gallinas, que este guripa no es de fiar —dijo el de al lado.
Anselmo gozaba de una merecida fama de
fanfarrón y de chivato. Estaba a un paso de arrebatar el título de Alcahuete
Mayor de la Compañía a un tal Lurón. Había que cuidar lo que se hablaba en su
presencia, porque siempre, aun sin hablar, informaba de todo al jefe enseguida.
Retorciendo la cosa a su antojo, claro.
Se acercó y
se sentó a la mesa con nosotros; comenzó la danza. Pero como no le dábamos
pábulo para ejercer de correveidile, optó por su otra especialidad: la de
fantasma.
Faroleaba siempre, viniera a cuento o
no, que él, al ser soltero, no tenía que dar cuentas a nadie, que tenía el piso
pagado y que era muy rico. También presumía de que se iba con las mujeres que
le apetecían. –mirando su facha, era difícil de creer, pero, en fin; “es que tú
vales mucho, chaval”, dije, y Cerezuelo, muy satisfecho, no podía disimular su
esponjamiento.
—Mirar,
mirar… –nos enseñaba el móvil- qué mensaje me ha mandado una rumana, mirar,
sólo de leerlo ya me pongo a cien.
—Qué pasa, Cerezuelo, ¿les pagas bien, o qué?
–me salió así el comentario.
Anselmo se volvió hacia mí con mirada severa; no esperaba
esa observación.
— ¡Hombre, claro! ¡Hay que pagarles! Si
no, no acuden.
— ¡Ah! Pues así acuden a cualquiera,
incluso a mí.
Quedó un poco tocado el Cerezuelo
con la respuesta, pero se rehizo pronto.
—De todas maneras, tengo una hembra peruana
que tiene treinta y ocho años, oís bien, treinta y ocho años, y está loca por
mí —saboreaba Anselmo cada palabra, y me arreaba palmaditas en la espalda con
la cabeza vuelta a otro lado, como para realzar su tesis y con el propósito de
darnos envidia.
—Se llama Marcela ¡Ay Marcela de mi
vida! y tiene treinta y ocho años. En cuanto regrese al valle del Arlanza -estábamos por
Algeciras-, me voy a encamar con la moza y me voy a poner como el chico del
esquilador.
Estuvo el ínclito perorando y
presumiendo de la allegada de los treinta y ocho años todo el rato, A mí ya me
cansaba.
No me pude contener, tiré a dar.
—Pero, vamos a ver, Anselmo,
Cerezuelo
quedó parado, pensativo, le costaba trabajo argumentar, tardó un poco en
contestar.
—Hombre, lo que yo digo es que, si tiene
treinta y ocho años, tiene juventud, y eso, a nuestra edad que ya somos
sesentones, se valora mucho.
Pero no contestó a mi pregunta. Este
Anselmo tiene el gusto estropeado; o es un cantamañanas. O las dos cosas.
Vicente Galdeano Lobera.
Vicente, me gusta mucho como escribes, el vocabulario que utilizas y la socarronería, hacen que tengan un encanto especial tus historias. Te seguiré, como siempre.
ResponderEliminarGracias por leerme, María Teresa. Para el vocabulario tengo muy buenos maestros, Cela entre ellos; y la socarronería la tenemos de oficio los aragoneses. Para un relatico así, basta echar con echar mano de alguna vivencia y, sin cargar mucho las tintas, darle forma. O deformarla. Luego sale lo que sale. Besos.
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