lunes, 14 de octubre de 2024

Fantasmón

La indumentaria sirve, entre otras cosas, para distinguir el rango a qué pertenecen los individuos. En las fuerzas de seguridad del Estado, es fácil distinguir por su atuendo tanto a militares como a distintas policías y Guardia Civil. Incluso los bedeles de distintas entidades lucen uniformes con galones que asemejan a un mariscal. Esto abarca también a conductores de bus, cobradores, butaneros, barrenderos, etc… A un fantasma, cualquier mortal lo imaginamos una figura muy alta y lúgubre envuelta toda en un blanco sudario con dos agujeros a modo de ojos; los más fantasiosos los pueden imaginar también con ruido de cadenas y haciendo uuuuuuuuuu… Don Emiliano Gorría, a quien conocemos de un cuento anterior, es jefecillo de negociado, que a pesar de ser pequeño y rechoncho, no necesita –ni le cuadra–, atuendo de sábana, ni cadenas, ni ulular, ni nada. Al tratarlo notas enseguida que te has topado con un fantasma.

—Señor Gorría, permítame ponerle en antecedentes;  se baraja que van a poner en este departamento una banca estatal para evitar las comisiones abusivas que aplican al ciudadano las entidades actuales –el informador tomó un poco de aliento, más que nada por ver la reacción del otro, antes de entrar en el fondo de la cuestión y, revestido de la mayor seriedad, continuó–. Mire, buen señor, sin más rodeos le diré que sé de buena tinta que barajan su nombre como el más idóneo para dirigir dicha banca. Sin duda han tenido en cuenta su trayectoria bregando en distintos oficios y, sobre todo, su valía. Así que acepte usted mi felicitación; enhorabuena, don Emiliano. Le recomiendo –continuó el informante– que esté usted atento a su correo porque en breve recibirá la notificación por carta certificada.

El informador era Secundino Pradilla, ujier y alcahuete mayor del departamento, y, a su vez, algo somarda. Le habían encargado, otros camaradas más somardas aún, llevar el soplo con la monserga de la banca –todo inventado, claro– a don Emiliano; a ver cómo reacciona. Por lo menos nos reiremos un rato de este fantasmón, pensaron.

Lo que pasa es que el fantasmón entró al trapo y tomó al pie de la letra eso de que iba a ser director. Banquero, nada menos. Todos los días acudía a la estafeta de Correos a ver qué hay de lo mío, es decir, a ver si tenía la esperada notificación. Don Emiliano, envanecido, ya se veía manejando inmensas cantidades de dinero; don Emiliano ya se veía investido con los honores de doctor honoris causa revestido con toga y birrete; don Emiliano ya se veía homenajeado con grandes banquetes en su honor (de gorra, claro); don Emiliano ya se veía reclamado como asesor de Presidencia Gubernamental. Incluso también de la Casa Real. Este buen hombre andaba desbordado de ilusiones, que son gratis. Se le subieron los humos de tal manera que ya se conducía como director y miraba a todos por encima del hombro. Don Emiliano, sin tasa ni control lanzó las campanas al vuelo y daba la tabarra a quien se dejaba –y si no se dejaba, también–  y vendía la moto con eso del puesto de alta dirección.

Los camaradas, viendo el cariz que tomaba la cosa, que hasta sentían vergüenza ajena, enviaron al ujier para explicar la broma y desengañar al jefecillo; a ver si deja usted de hacer el tonto de una vez, hombre, que ya es mayorcito. Pero don Emiliano Gorría se había tragado la píldora de tal manera que no hubo forma de hacerle bajar del burro.

—Lo que pasa es que yo valgo mucho y ustedes lo saben. Y no lo soportan; por eso me quieren zancadillear. De pura envidia –les espetó el banquero. 

Pues, nada; como a cada cual conviene respetarle su terapia, dejaron al directivo seguir con su monserga, y los camaradas continuaron riéndose, claro.

—Señor Gorría, tiene usted dos certificados; firme aquí, por favor –le anunció el empleado de Correos.

A don Emiliano se le abrieron los cielos, con la seguridad que una carta sería el propio nombramiento y la otra la felicitación estatal; las recogió y se retiró para leerlas y saborear su designación en soledad. Después, en su puesto de trabajo, les pasaría por las narices a los compañeros su nuevo rango; para que chinchen y rabien. Así aprenderán.

La sorpresa fue desagradable. La primera carta era una multa de Tráfico; la otra un requerimiento con apremio para el pago del IBI. Gajes del oficio, asumió don Emiliano. Bueno, yo a lo mío; esto no interfiere en mi nombramiento. 



Vicente Galdeano Lobera


viernes, 13 de septiembre de 2024

Burócrata gorrero

           

—Qué pasa, no tiene usted cita, ¿verdad?

—No, señor, no. Es que me ha surgido el problema así de pronto…, y, puesto que no hay nadie esperando, pensé que me atenderían.

—Imposible, caballero, sin cita no podemos atenderle; tendrá que volver otro día.

La escena se sitúa en una ventanilla de una delegación estatal, el funcionario está ocupado en mirar la prensa. Un señor visiblemente en apuros osó interrumpirle.

Después de un tira y afloja, el caballero razonó, rogó, suplicó…, y logró conmover al funcionario.

—Bueno, como me ha caído usted bien estudiaré su caso mientras voy al bar de al lado a desayunar. Si tiene la bondad de acompañarme, claro.

—Sí que le acompaño, sí; además tendré mucho gusto en convidarle.

El funcionario en cuestión, don Emiliano Gorría, era un señor pequeñico, cincuentón, con poco pelo, carirredondo, coloradote y con buena barriga. Mirándolo de perfil su pantalón semejaba un enorme embudo. Lucía el guardapolvo y la visera de burócrata con el mismo orgullo que si fuera un uniforme de almirante. A pesar de su facha.

A don Emiliano al escuchar lo del convite se le alegraron las pajarillas. El desayuno de don Emiliano solía ser parco; café con leche y bollito. Y a veces sin bollito. Pero ese día, al ir de gorra, haría una excepción y desayunaría como una persona mayor. Allí dieron buena cuenta de huevos fritos, jamón, torreznos, ensalada…, todo bien regado de tintorro. Y como colofón dos carajillos bien aviados. El solicitante dedujo que le hubiera salido más barato comprarle un tabardo al funcionario que convidarle. Hay que ver cómo traga el andoba, con lo pequeño que es. No sé dónde lo mete. 

—Pues nada, caballero –dijo don Emiliano al solicitante–, me pondré a trabajar en su asunto que espero solucionarlo en unos días. Le espero el próximo lunes a la misma hora aquí mismo, en este bar, que solventaremos con más intimidad que en ventanilla, y así no necesitará usted pedir cita.

Lo que pasa es que don Emiliano, acostumbrado a eso de desayunar de gorra, alargó la cosa para esperar al solicitante en unos días, un par de veces más. Es que las cosas de palacio van despacio. Y su asunto es complejo, caballero –se justificó.

Don Emiliano Gorría, desde joven pasó por distintos oficios; mozo de almacén, recadero, guarnicionero, confitero…, incluso oficial disecador; pero se cansó. Y agachándose logró entrar en la Administración. Una vez dentro, se aplicó y, agachándose más aún, consiguió ascender a jefecillo. A partir de ahí, don Emiliano se propuso sacar beneficio de su rango; a fe que muchas veces lo conseguía. Estaba convencido de que todo dios, incluidos sus compañeros y subordinados, le tenían que venerar, agasajar, rendir pleitesía… ¡Ah! y convidar, sobre todo, eso, convidar. Este buen hombre, la treta de sablear la tenía muy estudiada y un día sí y otro también se las daba con queso al personal; o eso creía él. Los demás lo toleraban, bien por conveniencia o por no liarla. Don Emiliano, al ir de tapeo con la cuadrilla, siempre  se las arreglaba para escabullirse cuando tocaba  apoquinar; bien recibía una llamada urgente, o casualmente se entretenía hablando con alguien,  o se despistaba mirando el diario, o se hacía el sueco. Todo sin disimulo, hasta que alguno se estiraba, claro.

Estas situaciones se sucedían a menudo sin apenas variación; don Emiliano en lo suyo, escurriendo el bulto, y los otros en lo de ellos, es decir, aforando. Pero a veces las expectativas fallan.

Don Emiliano y compañía, ese día, en el bar, se habían marcado un aperitivo más que notable. El jefecillo, como de costumbre y en el momento oportuno, se retiró al lavabo. Los otros, como si un resorte los hubiera puesto en marcha, levantaron el campamento y se largaron; el jefe paga, dijeron. Cuando el señor Gorría calculó que ya había escampado y salió del aseo, no le quedó otra que pasar por taquilla. 

            No, si esto ya me lo olía yo; no, si esto sólo me pasa a mí, ¡por espléndido! Nunca aprenderé –murmuró.


Vicente Galdeano Lobera

viernes, 9 de agosto de 2024

Caer de pie como gatos

 Doña Amelia, viejecita de noventa y tantos años, vivía en un tercer piso sin ascensor. Le explicaba a su hijo que desde que conoció a los nuevos inquilinos de al lado –Un matrimonio con su hija–, le había salido el sol. Ponderaba en exceso su amistad y su altruismo. Al ver su dificultad de movimiento se ofrecieron a hacerle la compra y subirla al piso; muy bien. Al poco se ofrecieron también para la limpieza de la casa; excelente. Le guisaban y hacían la cama. Amén de ayudarla en su aseo personal; maravilloso. Además, Margarita –así se llamaba la hija–, se quedaba a dormir por las noches. Así le hago compañía, doña Amelia, por si le ocurre algo. Por las mañanas Margarita le sirve el desayuno en la cama; superior.


—Pues yo creo que te están haciendo la rosca, mamá. No te fíes, seguro que buscan algo. Además gastan una pinta de atontados que tiran de espalda –razonó el hijo.


—Hijo mío, eso son apreciaciones tuyas sin fundamento; para mí son unos ángeles que me ha enviado el Señor para endulzarme el final de mis días.


—Bueno, ya veremos; si han caído del cielo han aprendido a caer de pie como los gatos. No te fíes, mamá; te lo repito.


—Mira, hijo, tú vives fuera y apenas me visitas. Con estas personas me siento muy bien acompañada y muy a gusto. Deberías estarles muy agradecido por aliviarte la carga que te significo.


A pesar de su reticencia, al hijo le vino bien la relación de su madre con los vecinos. Al verla acompañada se desprendió de la poca responsabilidad que tenía sobre ella. Y que sea lo que Dios quiera.


Lo que Dios quiso es que no tardó en venir el tío Paco con las rebajas. Doña Amelia llamó a su hijo, alarmada. Había recibido una notificación de un estamento donde se le informaba que debía pagar tres meses atrasados de salario a los tres ángeles venidos del cielo; también las cuotas de la Seguridad Social. Amén de la sanción correspondiente.


En la vista que se celebró al tiempo, los ángeles enviados por el Señor aportaron pruebas, grabadas con el móvil, ayudando en el domicilio de la anciana. Esas pruebas fueron determinantes; doña Amelia tuvo que pagar.


Con según qué amigos, no es necesario tener enemigos. Aunque gasten pinta de atontados, que decía aquel.



Vicente Galdeano Lobera 

viernes, 26 de julio de 2024

Espantador espantado




Don Isidro Barbero, en cuanto tenía ocasión sacaba a relucir su valía, sus grandes aciertos, lo bien que manejaba a las mujeres, y un sinfín de destrezas propias de personas sabias. Los desatinos estaban descartados; no los cometía jamás.


Bueno, esto era su autovaloración. Visto desde fuera la valoración cambiaba; sus conocidos lo consideraban un cuarentón algo gordo, algo tonto y sin ningún atractivo; sin gracia ninguna, zafio y mala persona. Amén de redicho y repelente.


El caso es que este alicate estaba faroleando más de la cuenta ante unos camaradas con motivo de que habían contactado con él nada menos que el Departamento de Medio Ambiente para colaborar en cierta dependencia. Cuando me han llamado de un estamento tan importante, será por mi valía ¡Vamos, digo yo! Seguro que me asignan un despacho, con secretaria y todo, para dirigir algún cotarro de importancia. Ya les tendré informados a ustedes.

Don Isidro, más contento que chupillas, no tuvo a bien preguntar en qué consistiría su trabajo; iba a ser funcionario y basta. Lo más probable es que se ocupara de tocarse la barriga toda jornada. Aún les estuvo dando la tabarra a los colegas un buen rato. Que si, lo que tienen que hacer ustedes es espabilar; que si, yo les aconsejo que hagan como yo: estudiar mucho para trabajar poco.


Cuando don Isidro acudió a tomar posesión de su plaza y a formalizar el contrato preguntó sin rodeos, a ver qué despacho le asignaban. El jefe de negociado que era un somarda conocedor del historial de don Isidro, contestó que para lo del despacho tendríamos que esperar; pero todo se andará, señor Barbero, todo se andará. A su debido tiempo. Dado su talante –continuó el jefe–, su cometido será el echar mosquitos, que aquí en el delta a la hora del crepúsculo parecen murciélagos; luego, si da resultado, ampliaremos su jornada y ejercerá como espantamoscas, espantagrillos, espantaperros, espantapájaros…, y tal y tal. También, considerando su aptitud repelente, lo emplearemos para ahuyentar avispas, tábanos, abejorros, moscones, culebras que también las hay, y todo bicho dañino para el bienestar del paisanaje, Eso sí, por esto de las avispas y tal, percibirá usted un importante complemento económico de peligrosidad. Además, sobra decir que dispondrá, en la zona de su trabajo, de vivienda gratis para usted y su familia. Aquí tiene usted las condiciones –el jefe le pasó unos folios–, el sueldo y demás por escrito; si está conforme las firma ahora. O, si lo prefiere se lleva el contrato a casa, lo repasa y me trae la contestación en diez días.


— Papá, no cojas ese trabajo; vas a ejercer de espantapájaros y divertirás a todos —su hija mayor le abrió los ojos a don Isidro. Menos mal.


A los dos días acudió don Isidro hecho un basilisco a presentar su renuncia ante el jefe. No pudo ser; dos seguratas grandes como armarios le pararon los pies, lo sacaron en volandas y no lo majaron a hostias de milagro. El señor Barbero salió espantado.


Vicente Galdeano Lobera.

viernes, 28 de junio de 2024

Tontos peligrosos

   

Cinco turismos oscuros de alta gama discurrían por una vía secundaria limitada a 60 km hora; circulaban a gran velocidad, como si escaparan de la quema; como mafiosos huyendo de la policía. En cualquier caso los límites no iban con ellos.

En un tramo de obras una gran máquina excavadora que estaba en una orilla comenzó a girar con la pluma para arriba y para abajo como los caballitos del tiovivo. La máquina bajó la pluma en medio de la carretera en el preciso momento que pasaban los coches oscuros; se zafó el primero, los demás se estamparon contra el cazo de la gran máquina. A pesar del trastazo, gracias al blindaje de los vehículos, sus ocupantes no hubieran salido mal librados; sólo algunas contusiones, magulladuras y un gran susto. Pero apareció por entre la zona boscosa un enjambre de pequeños exploradores, algunos muy deformes, que se cebaron con los accidentados atacándoles a mordiscos, arañazos y manotazos arramblando con todo lo que les parecía llamativo: móviles, relojes, gafas, bolígrafos, carteras… Parecían por sus gritos a un tropel de monos aulladores.

Menos mal que de la comitiva salió libre del trastazo el primer coche. Avisaron y acudió rápido un pelotón de bastoneros que tuvo que emplearse con firmeza repartiendo leña a mansalva. Aun así les costó lo suyo poner en fuga a los exploradores que parecían no notar los palos. El jefe bastoneros tuvo que sujetar al cabo Restrepo que se había cebado y repasaba a un personaje arguellado, con los pelos mal recogidos en moño y algo chepudo que vestía camiseta, pantalón corto, chanclas y no muy aseado.

—¡Quieto! ¡Insensato! Cabo Restrepo, está usted apaleando a una persona con cuatro doctorados, que es un alto cargo del gobierno y que tiene tratamiento de señoría… los demás son guardaespaldas.

Susordenes, mi sargento; disculpe, pero lo había tomado por el jefe de todos estos salvajes ¿Señoría éste? –añadió perplejo el cabo– ¡Vamos, no me joda! Por la pinta que gasta es lo más parecido a un perroflauta.

Restrepo tenía su particular ojo clínico para catalogar a los individuos y procedía con energía al dictado de su conciencia.


Una mesnada de concejales y servidores públicos recorrían una comarca de singular belleza. La zona parecía dejada de la mano de Dios pero había casas de comida y alojamientos decentes. Después de unos días donde se pusieron tibios de comer y beber, los servidores observaron que en la comarca entre los pobladores, sobre todo jóvenes, había excesivo retraso mental; en muchos casos con deformidad. Esto lo arreglaremos nosotros, que para eso somos servidores de la ciudadanía. A estas personas especiales hay que agruparlas y con la debida instrucción seguro que mejoran intelectualmente. Lo que subyacía detrás de esta frase tan rimbombante es que estos servidores vieron ocasión de sacar tajada creando un chiringuito…, es decir, una oenegé bien regada con dinero público para anotar al pesebre a familiares; y quien venga detrás que arree. Se organizaron pronto y uno de los concejales que tenía una empresa de autobuses se encargaría de trasladar a esta tropa especial. Otro de los servidores alquilaría un par de naves de su propiedad que una vez acondicionadas servirían de dormitorio. La intención no era mala, se trataba de encauzar a estos jóvenes con retraso para ser útiles a la sociedad. Pero los monitores estaban faltos de instrucción y atender, lo que se dice atender atendían a esta tropa lo justo. Empleaban a menudo el varapalo y tente tieso pero más de una vez los monitores tuvieron que escapar porque los discípulos eran muchos y gastaban malas pulgas. Bueno, por lo menos les daban condumio con cierta regularidad, los hacían bañarse aunque fuera en el río y gozaban de libertad por aquellos andurriales con actitud semisalvaje. También les ponían películas; la última era una de indios que asaltaban a una diligencia. Tomaron buena nota y por eso asaltaron a la ilustre comparsa de coches.

Falta aclarar quien manejaba la máquina para causar semejante estropicio; era Miguelín, joven cretino que les hacía gracia al personal de obras públicas y en un descuido se montaron Miguelín y dos más en la máquina con el resultado que sabemos.

El alto cargo una vez medio repuesto juró emprender acciones legales contra el cabo Restrepo, contra los de obras públicas, contra los educadores…, contra todo lo que se menea. Con todo y con eso el trastazo, el susto y los palos no se los quita nadie.

Lo que aprendieron el capitoste y sus guardaespaldas es que es mucho más peligroso un tonto que un malvado.


Vicente Galdeano Lobera 


domingo, 19 de mayo de 2024

Ms. Odalis O´Hara, coleccionista

 

Estaban Ms. Odalis O´Hara y doña Adela platicando de lo divino y de lo humano y salió a colación el asunto del coleccionismo.

—Yo me precio de ser coleccionista que es sinónimo de personas organizadas, cuidadosas y muy sensibles; o sea, como yo. De momento recopilo sellos y posavasos, pero mi afán es reunir “viruta” a mansalva para pegarme la vida padre –razonaba doña Adela.

— ¡Ay! Pues yo no veo prosperidad en un montón de serrín y limaduras; por ningún lado. Ahora, si lo de la vida padre es querer mantener descendencia, allá usted con su manía.

—Ms. Odalis, procure aprender bien el español, que si no, es imposible hablar con usted; no nos entendemos.

Sin dar el brazo a torcer, Ms. Odalis que no dominaba bien el idioma replicó muy airada que ella no perdía el tiempo en vulgaridades como el coleccionismo. Hala.

Cuando Ms. Odalis O´Hara recabó en España, quedó prendada de su clima, sus paisajes, su gastronomía, también de las maneras de los nativos; le gustó todo y decidió como primer paso perfeccionar el idioma. Cuando doña Odalis conoció a Manolo, torero de poca monta pero guapetón y con buena percha, quedó más hechizada aún. Se entendieron y su relación marchaba todo lo marchable que convenía hasta que un incidente la estorbó. Ms. Odalis era deportista, practicaba el golf y planteó muy en serio al Manolo que ella, un par de días a la semana, necesitaba su tiempo para golfear. El galán, al escuchar lo de golfear, comenzó a gritar, amenazar, insultar y si la cosa no llegó a más fue por que Ms. Odalis, viéndolas venir, escapó a tiempo. Ahí terminó todo. Está visto que el lenguaje tiene matices que conviene entender.

El siguiente acompañante de Ms. Odalis fue un negro retinto de buena complexión y cumplida alzada. Sintonizaron bien el Mamadú y la dama, que le agradaba la peculiar forma de hablar de esa raza; en el lecho, él cubría bien el expediente. A Ms. Odalis eso le agradaba más. Pero Mamadú tenía clara aversión al trabajo y pretendía ser mantenido. Neguito no tabajará nunca. Como sus ascendientes fueron esclavizados, neguito tené horror al tabajo. Esa costumbre se le hacía difícil de soportar a la Ms., claro. Para colmo, en una excursión que hicieron la pareja a una gruta de interés geológico, el negro, que como dijimos era retinto y, encima ese día llevaba gafas oscuras, puso en fuga a una pandilla de espeleólogos en prácticas que estaban estudiando la flora y fauna de la cueva. Cuando de las sombras surgió Mamadú, lo confundieron con un espectro y huyeron despavoridos; con los ruidos y la confusión se puso en movimiento una nube de murciélagos que estaban en su hábitat agarrados al techo. Estos bichos añadieron pánico a la fuga.

—Oiga, ¿y el monitor no les aclaró la cosa? –preguntó alguien.

—No, qué va; el monitor era el que más rápido escapaba.

— ¡Ah!

Intervino la Guardia Civil y, una vez aclarado el asunto, solo aconsejaron al negro que a ver si se acostumbra usted, al menos cuando haya penumbra, a circular sin gafas, con los ojos abiertos y sonriendo, hombre, para que se le vea y no espante al personal.

Ms. Odalis, harta ya, decidió pasar página con el negro. Y a otra cosa, mariposa.

Durante el intervalo de soltería, la Ms. se convirtió al catolicismo y acudía a menudo a la iglesia; daba gozo el verla lucir su garbo con mantilla española que tanto le favorecía. Lo cierto es que se hizo adicta de misa y comunión diaria. No se sabe de qué tratarían Ms. Odalis con su confesor, quizá ella sentía curiosidad por averiguar qué escondía la rigurosa sotana de tan santo varón. El resultado fue que mosen Clemente, el párroco, colgó los hábitos y se unió a Ms. Odalis O´Hara. En la pareja contrastaba la belleza de Ms. Odalis con el porte severo del excura, señor cincuentón, algo talludo que al comienzo de la relación se mostraba amable y muy servicial, incluso chistoso. Pero don Clemente, a pesar de las enseñanzas del seminario y de su edad demostró poca sabiduría y poco mundo; apareció el demonio de los celos, sacó su vena de redicho y de muy pelma. Consecuencia: al tiempo la relación acabó como el rosario de la aurora.

Está visto que Ms. Odalis O´Hara no aguanta bien la soledad. Después de una pausa reglamentaria tomó el relevo compañeril un maquinista de la Renfe, y luego –hay quien dice que a la vez– con un revisor también de Renfe. Posteriormente, Ms. Odalis O´Hara reconsideró la hora de reemplazar a los ferroviarios. Y más cuando comprobó que estos sujetos eran unos puteros de marca mayor.

A este paso, el día que Ms. Odalis se de un garbeo por los aeropuertos, seguro que la veremos acompañada con personajes de altos vuelos. Y no digamos nada de como a la dama le de por mariposear por los puertos marítimos o por destacamentos militares. De fijo que alborota el gallinero.

Sabido es que el tiempo pasa para todos, pero Ms. Odalis O´Hara, cercanos sus sesenta años, aún era admirada por su belleza, por su gracia, por su esmero en el vestir, por su gallarda figura, por sus andares airosos…, por su particular manera de expresarse; era, en suma, muy deseada. Decidió parar y buscar una relación estable, a poder ser, de alto nivel; que ya está bien.

Ms. Odalis no tardó en encontrar al de alto nivel. Don Ezequiel Vellosillo, militar retirado, tenía la cara tan arrugada que parecía que nunca había sonreído; era frío, de pocas palabras, de estatura normal y no muy gordo; pero tenía cierto atractivo que encandiló a Ms. Odalis O´Hara: estaba forrado, sencillamente. Ms. Odalis inició el protocolo de acercamiento, pero notó que el militar se hacía el sueco –don Ezequiel lo que temía es que la risa de semejante señora, que le atraía sobremanera, le volviera tonto–. Ella decidió atajar y lanzó los venados detrás de los perros: se le declaró. Don Ezequiel, nunca llegaba a exteriorizar sus sentimientos con palabras, pero sus ojos, uno con síndrome de párpado caído, hablaron por él. Y los ojos nunca mienten.

Ya en su país, Ms. Odalis O´Hara dejó en la estacada, por circunstancias que no vienen a cuento, a dos maridos. Eso, que se sepa. Si se añaden los encuentros y relaciones de aquí en España, con la experiencia adquirida, tendría buenos ingresos como asesora matrimonial.



Vicente Galdeano Lobera

19/05/2024

sábado, 6 de abril de 2024

Telesforo Gañarul Chiflo

 

Las formas de expresión de las personas se apoyan a menudo en muletillas; esta treta la suelen emplear sujetos por alargar su discurso o porque no tienen claro lo que quieren decir y para eso necesitan repetir palabras sin necesidad. También emplean estas muletillas para parecer eruditos, cuando no pasan de ser unos cargantes. Otra variedad de lenguaje es los que emplean sonidos onomatopéyicos al comienzo o final de una frase (como cacareos, gruñidos, chiflidos e incluso palabrotas), pero esto es más bien defecto del habla. Telesforo Gañarul pertenece al segundo grupo. Telesforo, de joven le tocó pasar grandes temporadas en el monte sin más compañía que el ganado que cuidaba. Sin contacto con nadie casi se olvidó de hablar y se comunicaba con las reses por medio de chiflidos, las ovejas le entendían bien; según la intensidad de los chiflidos sabían si venía garrotazo o no. El caso es que al pastor le quedó muy arraigada la costumbre y chiflaba al final de cada frase. Los de su aldea al principio se le pitorreaban, pero Gañarul gastaba malas pulgas y les quitó la costumbre a palos. Los del pueblo aprendieron pronto a no reírse de los chiflidos del pastor, claro.

Cuando llamaron a Gañarul para el servicio militar la cosa cambió; no sabemos si para bien o para mal pero cambió; con tanto chiflido y tanta ostia, Telesforo tenía mosqueado a toda plantilla de jefes, con resultado que al pastor lo arrestaban y no salía de cocinas o de cuadras. Gañarul, se adaptaba con rapidez a la situación y en cocinas se hartaba de comer y beber y en cuadras, acostumbrado a bregar con bestias, estaba en su salsa y se nombró a sí mismo Jefe Caballerizas. El caso es que mantenía el establo –entre chiflidos y garrotazos a los mulos– limpio como la patena y los jefes lo dejaban a su aire.

Se incorporó al acuartelamiento el brigada Casaprima –hombre muy ordenancista que aspiraba a ser teniente y no superó las pruebas–; al pasar junto al establo y oír juramentos, chiflidos, relinchos y golpetazos entró de sopetón a ver qué coño pasa aquí con tanta escandalera. La presencia del brigada era obligatorio anunciarla el soldado de cuadra: ¡Escuadrón, fuera gorros! A sus órdenes, mi brigada; pero Telesforo estaba ocupado en disciplinar a un mulo que había osado salirse del redil y pasando de formalidades continuó chiflando y arreando estopa al bicho. El brigada, al verse ignorado, amonestó con furia al soldado y le dijo eso de que le voy a meter un paquete para ver si así aprende usted a respetar a un superior; Chiflo, se hizo el sordo con lo de la amonestación y confundió –o hizo como que se confundió– a Casaprima con otro mulo y, entre chiflidos, también lo repasó de recio a fustazos.

Al Telesforo le recetaron una buena temporada de calabozo, pero con tanto chiflido y juramento tenía mareados a la guardia y al comandante puesto. Decidieron llevarlo al tribunal médico, a ver qué ostias le pasa a éste y lo calman. Aunque sea a tortas. Los médicos, viendo el percal, le dijeron algo así como: soldado Telesforo Gañarul Chiflo, agarre usted el montante y márchese a chiflar a la vía, que aquí está de más ¡¡Humo!!

Ya en su pueblo, al Telesforo –después de algunos altercados con forasteros para que entendieran bien eso de los chiflidos–, por mediación del párroco don Cosme, con revisión facultativa, le diagnosticaron cierto síndrome y, con la terapia adecuada, lograron suavizar lo de los chiflidos que quedó en un silbidito suave al final de cada expresión. El Chiflo, con su fisonomía de cara estrecha, nariz picuda, y ojos juntos, gastaba aire de raposo, pero de un raposo sin malicia que, junto a lo del silbido, caía casi simpático al paisanaje; además, gracias a la terapia, amplió su léxico para conversar con cierta fluidez. Complementada con el silbidito suave, claro.

Telesforo Gañarul Chiflo matrimonió con la Jacinta, la del horno, bien compenetrados y trabajando con tesón sentaron plaza como panaderos mayores de la comarca.


Vicente Galdeano Lobera