Cada sujeto tiene su peculiaridad que lo diferencia de otros. Marcelino Morral, rapaz esmirriado que frisaba los diez años, hacía gala de una torpeza sublime en la escuela; don Fulgencio el maestro, nunca logró hacer pasar a Marcelino del mi mamá me mima, y eso que aplicaba el principio de la letra, con sangre entra. Aplicaba esto a rajatabla, pero ni aun con esas.
Marcelino tenía otra peculiaridad, era un malarrasa inteligentísimo para incordiar y marear a todo dios en el pueblo. De suyo muy rencoroso por las tortas que le arreó el maestro, se la guardó, y en un descuido abrió las jaulas donde don Fulgencio criaba canarios, jilgueros, verderones y hasta un cuervo casi domesticado tenía el maestro. Las aves volaron, claro. No contento con esto, Marcelino, que era muy peculiar, saltó al corral y soltó los conejos que don Fulgencio criaba para consumo de casa. Los bichos volaron también. Denunciado el caso, a Morral no le hicieron nada, por ser menor y por falta de pruebas. Bueno, y porque el rapaz corría como un gamo y desapareció unos días del pueblo.
Quien logró encarrilar algo al Morral fue mosen Valero, el párroco. Se las arregló para aficionar al rapaz a la religión, le inculcó vocación de servicio a la Iglesia y lo hizo monaguillo. En realidad, la vocación que tenía Marcelino, era dar buenos tientos al vino de celebración y a pegar mermas al cepillo de la parroquia. Mosen Valero, que era un bendito y comprendía la peculiaridad del monaguillo, hacía la vista gorda; todo sea por la salvación de esta alma descarriada. Amén. El caso es que en Semana Santa, Morral tocaba la carracla como nadie. Le pilló tal gusto al instrumento que de madrugada se daba un garbeo dando la tabarra por las calles estrechas del pueblo desvelando a todo dios. Al tercer día le pillaron la vuelta y, en pleno concierto de carracla, le capuzaron dos pozales de agua y una espuerta con inmundicias y lo pusieron hecho un cristo. Es que donde las dan las toman, claro. Morral se enfadó sobremanera y como represalia –ya dijimos que era rencoroso, además de peculiar–, después de Pascua hizo el paseíllo también de madrugada y por el mismo trayecto haciendo sonar un cencerro que afanó en la vaquería del señor Manolo. Marcelino, precavido miraba hacia arriba, por eso del agua y demás, pero al día siguiente, a pesar de mirar hacia arriba –quizá debía mirar también para abajo–, de un callejón salieron tres encapuchados y lo majaron a palos. Esto para que vayas haciendo boca y te acostumbres a no incordiar, le advirtieron. Se conoce que los encapuchados no entendían la peculiaridad de Morral. Qué le vamos a hacer.
Marcelino, que por los golpes anduvo escorado unos días, sospechó, por las trazas, que los encapuchados eran Fulgencio, el Tocinero y sus hijos; presentó denuncia en la alcaldía. El edil le dijo que sin testigos sería muy difícil demostrar la autoría de los hechos, y que seguramente los autores serían forasteros de los que acuden en Semana Santa al pueblo. Además, para evitar chaparrones y palos, lo que tienes que hacer es no dar la tabarra a tan altas horas de la madrugada, hombre, añadió.
Morral –no conforme con el dictamen del alcalde–, decidió actuar por su cuenta y acudió a la granja de cerdos del Fulgencio, a ver si podía vengarse; a mí, quien me la hace me la paga. Estos merecen escarmiento, vaya que sí. La ocasión le vino de cara; en un cercado junto a la granja del Fulgencio, había unos cuarenta tocinos dispuestos para cargarlos al camión allí dispuesto. Por el lugar no se veía un alma; sin pensarlo dos veces, Marcelino abrió la corraliza y los tocinos escaparon despavoridos con gran alboroto. Con semejante escandalera los tocineros acudieron a ver qué pasaba y aún vieron a Morral escapar. Costó Dios y ayuda recuperar a los cerdos –se ahogaron cuatro en una gran acequia cercana–, intervinieron en el rescate la Guardia Civil y los bomberos. Quedó claro que la gamberrada de Marcelino Morral se pasaba de peculiar. Lo malo es que esta peculiaridad no les hizo ninguna gracia a los tocineros y denunciaron. A Marcelino lo sentenciaron al Reformatorio hasta la mayoría de edad. Vistos los antecedentes de Morral, no sirvieron de nada las súplicas ni la intersección de mosen Valero, que era un bendito, para evitar el correccional. En el Reformatorio no debieron tratar a Marcelino con guantes de seda; cumplida la condena regresó al pueblo. Parecía otro, andaba más derecho que una vela y más suave que una malva. Y ya no era tan peculiar. Lo que mantuvo intacto, a pesar del encierro, fue su aversión al trabajo y la torpeza con las letras; ahí, sí mantuvo su peculiaridad.
Llegados a este punto, su familia le planteó que en adelante tendría que doblar algo el lomo, que no iba a vivir del cuento. A sus dieciocho años, Marcelino era más bien pequeño, esmirriado y endeble, pero para esquilador, podador, o como cabrero serviría. Como esquilador no sirvió; a punto estuvo, más de una vez, de desgraciar a la res cortándole una oreja o zajarle una pata. Como podador resultó una nulidad; árbol que podaba, árbol que desgraciada. Al podar las viñas fue peor; más de un año se quedaron sin vino. Como pastor, peculiar tirando a mal; en un descuido se le metieron el rebaño y el burro en la viña y a fe que la podaron bien. Ese año sacaron vino para dar y vender; se conoce que el ganado entendía más de poda que Marcelino. Lo que son las cosas.
Entre estas hazañas y otras, todas muy peculiares, pasó el tiempo y a Morral lo llamaron a filas. En el ejército, además de instrucción, higiene y urbanidad, a trancas y barrancas le enseñaron a leer y escribir. A partir de ahí su autoestima creció y en los permisos hacía notar todo el rato a sus paisanos, lo importante que es el saber y lo listo que soy yo y que ya he terminado de guiar cabras. Me han ofrecido reengancharme al ejército y pronto seré sargento y guiaré hombres. Vaya que sí. Pasados tres años, Marcelino ascendió a cabo; con semejante grado, el cabo Morral se envaneció más de la cuenta y fastidiaba a los inferiores. Al cabo Morral se le bajaron pronto los humos; los subordinados mosqueados se las arreglaron para, de incógnito, medirle las costillas al cabo. En lo sucesivo, Morral, peculiar él, andaba con pies de plomo; por si acaso.
En el ejército, Marcelino estaba como Dios, eso de entender algo de letras y de números lo agrandaba sobremanera; encima disfrutaba de sustento y vestimenta gratis. Pero está visto que para mantener el buen vivir hay que aplicarse algo. Cuando ya llevaba nueve años y, a pesar de hacer cursos no aprobaba para sargento, recibió una notificación de la Superioridad:
Cabo don Marcelino Morral Garralda:
Por orden de la Superioridad, le comunicamos que, según el protocolo en vigor, al no superar usted las pruebas de ascenso en el escalafón, en treinta días naturales a partir de esta fecha causa usted baja en el Ejército. Deberá usted devolver el uniforme completo, incluyendo las insignias de grado, calzado y cualquier otro elemento propiedad del Estado.
La Capitanía le agradece los servicios prestados.
Dios guarde a usted muchos años.
Mal dilema, en la milicia, Marcelino se había acostumbrado a no trabajar y en adelante tendría idear alguna peculiaridad para seguir en la misma línea.
Ya en su pueblo, por mediación de mosen Valero, que era un bendito, logró emplearse en el concejo como basurero, recadero, sepulturero, cobrador de la Alfarda…, y a ratos sacristán. Y aún le quedaba tiempo para farolear de lo listo que soy yo.
Vicente Galdeano Lobera