La indumentaria sirve, entre otras cosas, para distinguir el rango a qué pertenecen los individuos. En las fuerzas de seguridad del Estado, es fácil distinguir por su atuendo tanto a militares como a distintas policías y Guardia Civil. Incluso los bedeles de distintas entidades lucen uniformes con galones que asemejan a un mariscal. Esto abarca también a conductores de bus, cobradores, butaneros, barrenderos, etc… A un fantasma, cualquier mortal lo imaginamos una figura muy alta y lúgubre envuelta toda en un blanco sudario con dos agujeros a modo de ojos; los más fantasiosos los pueden imaginar también con ruido de cadenas y haciendo uuuuuuuuuu… Don Emiliano Gorría, a quien conocemos de un cuento anterior, es jefecillo de negociado, que a pesar de ser pequeño y rechoncho, no necesita –ni le cuadra–, atuendo de sábana, ni cadenas, ni ulular, ni nada. Al tratarlo notas enseguida que te has topado con un fantasma.
—Señor Gorría, permítame ponerle en antecedentes; se baraja que van a poner en este departamento una banca estatal para evitar las comisiones abusivas que aplican al ciudadano las entidades actuales –el informador tomó un poco de aliento, más que nada por ver la reacción del otro, antes de entrar en el fondo de la cuestión y, revestido de la mayor seriedad, continuó–. Mire, buen señor, sin más rodeos le diré que sé de buena tinta que barajan su nombre como el más idóneo para dirigir dicha banca. Sin duda han tenido en cuenta su trayectoria bregando en distintos oficios y, sobre todo, su valía. Así que acepte usted mi felicitación; enhorabuena, don Emiliano. Le recomiendo –continuó el informante– que esté usted atento a su correo porque en breve recibirá la notificación por carta certificada.
El informador era Secundino Pradilla, ujier y alcahuete mayor del departamento, y, a su vez, algo somarda. Le habían encargado, otros camaradas más somardas aún, llevar el soplo con la monserga de la banca –todo inventado, claro– a don Emiliano; a ver cómo reacciona. Por lo menos nos reiremos un rato de este fantasmón, pensaron.
Lo que pasa es que el fantasmón entró al trapo y tomó al pie de la letra eso de que iba a ser director. Banquero, nada menos. Todos los días acudía a la estafeta de Correos a ver qué hay de lo mío, es decir, a ver si tenía la esperada notificación. Don Emiliano, envanecido, ya se veía manejando inmensas cantidades de dinero; don Emiliano ya se veía investido con los honores de doctor honoris causa revestido con toga y birrete; don Emiliano ya se veía homenajeado con grandes banquetes en su honor (de gorra, claro); don Emiliano ya se veía reclamado como asesor de Presidencia Gubernamental. Incluso también de la Casa Real. Este buen hombre andaba desbordado de ilusiones, que son gratis. Se le subieron los humos de tal manera que ya se conducía como director y miraba a todos por encima del hombro. Don Emiliano, sin tasa ni control lanzó las campanas al vuelo y daba la tabarra a quien se dejaba –y si no se dejaba, también– y vendía la moto con eso del puesto de alta dirección.
Los camaradas, viendo el cariz que tomaba la cosa, que hasta sentían vergüenza ajena, enviaron al ujier para explicar la broma y desengañar al jefecillo; a ver si deja usted de hacer el tonto de una vez, hombre, que ya es mayorcito. Pero don Emiliano Gorría se había tragado la píldora de tal manera que no hubo forma de hacerle bajar del burro.
—Lo que pasa es que yo valgo mucho y ustedes lo saben. Y no lo soportan; por eso me quieren zancadillear. De pura envidia –les espetó el banquero.
Pues, nada; como a cada cual conviene respetarle su terapia, dejaron al directivo seguir con su monserga, y los camaradas continuaron riéndose, claro.
—Señor Gorría, tiene usted dos certificados; firme aquí, por favor –le anunció el empleado de Correos.
A don Emiliano se le abrieron los cielos, con la seguridad que una carta sería el propio nombramiento y la otra la felicitación estatal; las recogió y se retiró para leerlas y saborear su designación en soledad. Después, en su puesto de trabajo, les pasaría por las narices a los compañeros su nuevo rango; para que chinchen y rabien. Así aprenderán.
La sorpresa fue desagradable. La primera carta era una multa de Tráfico; la otra un requerimiento con apremio para el pago del IBI. Gajes del oficio, asumió don Emiliano. Bueno, yo a lo mío; esto no interfiere en mi nombramiento.
Vicente Galdeano Lobera