sábado, 20 de septiembre de 2025

Agudo recio de campo

 Don Jenaro Porro, es alcalde de un pueblo de unos cuatrocientos vecinos censados, mayormente extranjeros; envanecido más de la cuenta, pretendía que los súbditos le trataran de Excelentísimo, de Señoría o de alguna cortesía similar y rimbombante. Vana pretensión, el tiempo y las circunstancias quizá le bajarían los humos. Don Jenaro no era precisamente un galán; cejijunto, mal encarado y mal afeitado; a menudo se presentaba en los plenos con boina, chaleco, pantalón arremangado y albarcas. Parecía un menesteroso. Se conoce que tenía muy arraigadas las maneras pueblerinas. Era pequeño, abultado como un barril y patizambo como Quevedo –aunque sin pizca de ingenio, claro–; ya sabemos que el hábito no hace al monje, pero con semejante facha, cundía el pitorreo y don Jenaro se subía por las paredes. Así y todo, le pilló tal apego al cargo, que el alcalde marchaba revestido con gesto grave y con el vara de mando hasta para echar la partida en la tasca. Por cierto, Porro, además de ser tacaño como el ciego del Lazarillo, era también tramposo a las cartas; pero topó con el Simeón, que no soportaba engaños y armaron tal guirigay en el bar, que a pesar de advertirle el regidor que esta vara significa autoridad, de milagro no cobró. Simeón se conformó con partir la vara y aventarla. Porro dijo que emprendería acciones legales; Simeón contestó que no se ponga usted tonto, alcalde, no vaya a ser que lo emprenda a patadas. 

El historial laboral del señor Porro no es demasiado frondoso; de destripaterrones, pasó a peón en una industria azucarera de la zona, con tan mala suerte que la fábrica cesó su actividad al poco tiempo. Menos mal que un banco puso una oficina en el pueblo. Don Jenaro, por influencia de su señor padre –su progenitor llevaba veinticinco años de alcalde en la localidad–, entró de oficinista en la entidad. Como empleado bancario, Porro alcanzó una merecida fama de torpe y organizaba cada zapatiesta que espantaba a la clientela. Mostraremos una de estas grescas que protagonizó Porro con Tomás, el del molino; cuando incorporaron la informática a las oficinas, Jenaro manejaba algo las cuatro reglas, y eso con cierta dificultad. Pero de ordenadores sabía menos que nada. Y resulta que el molinero acudió a la oficina a quitar la orden de domiciliación de unos recibos:

—Imposible, señor Tomás, tendrá usted que dirigirse a la compañía aseguradora y decir que no le pasen el recibo –respondió airado Jenaro, que no sabía cómo hacerlo.

—Pero, hombre, lo mismo que dí orden de pago, con las mismas, ahora la quito. Que el dinero es mío.

Voceando buen rato, no hubo manera de ponerse de acuerdo. El molinero, harto ya, le dijo al Porro que yo tengo un sistema para no pagar los recibos; es infalible. 

— ¿Qué sistema es ese, pues?

—Muy sencillo; dame todas perras y dejaremos mi cuenta a cero, ¿verdad que así no atenderás mis recibos?

—Si no hay dinero, es imposible pagar, claro.

—Hale pues, dame las perras que tengo prisa.

El Porro protagonizó distintas proezas de este estilo y la entidad lo despidió, claro.

Ahí tenemos al Porro desocupado. Pero coincidió con el cambio de régimen donde proliferaron como hongos los partidos políticos y los sindicalistas. Como de casta le viene al galgo, Jenaro se apuntó al carro; se unió a un partido y lo propusieron para alcalde. A pesar de su pinta de tonto recio campestre, salió elegido –los paisanos, que no debían ser muy agudos, quizá sopesaron que quién mejor que el hijo del Ceporro, le apodaban así, para regidor

Don Jenaro Porro, ya con mando en plaza y todos avíos, vio que esto de la democracia es un sistema estupendo para forrarse… digo, para que el pueblo vote al mejor, y el pueblo nunca se equivoca. Por algo me han elegido a mí. 

Jenaro Porro le pilló el tranquillo al cargo; en comparación, su señor padre queda como aprendiz. Se dedicó a empadronar a foráneos de todo pelaje –migrantes, los llamaba él– y así se aseguraba buen plantero de votos para próximas legislaturas. comenzó a expresarse con un lenguaje “progre” y empleaba términos que ni él entendía, pero sonaba muy culto. Aquí mostramos alguna palabras:

Diversidad, inclusivo, extractivismo, misógino, identitario, empoderamiento, gesta, transparentar, resiliente, sostenible, inclusión social, racismo, todes, amigxs, discurso de odio, poderes fácticos, sexualidad fluida, el lado correcto de la Historia, memoria histórica, cambio climático… Provocaba hilaridad ver al Ceporro expresarse en plan finolis. También demostró pericia para afanar buenas mordidas de los presupuestos del concejo e inventar partidas que iban directamente a su bolsillo. Vive Dios que en cada mandato, Porro se enriquecía. Y ya llevaba seis legislaturas.

Pero, claro, don Jenaro tenía una voracidad insaciable, no ponía tasa a sus rapiñas y los opositores, que no se chupaban el dedo, le seguían el rastro como sabuesos. Lo pillaron con el paso cambiado en un par de asuntos; asuntos de miles de euros, uno de él y otro de su esposa, que lo airearon en la prensa, con vistas a procesarlo en cuanto consiguieran pruebas. Al Ceporro no le preocupaban estas amenazas, que las consideraba que entraban en su salario como alcalde. El sueldo también contemplaba las protestas vecinales por teléfono. Un día llamaron para protestar que la calle principal del pueblo estaba muy sucia, imposible, contestó airado, desde que soy alcalde, y llevo ya unos cuantos años, mantengo la localidad limpia como la patena. Para eso pasa a menudo mi brigada de limpieza --No pudo continuar, colgaron--. Falso; lo que pasaba y muy a menudo eran los ganados, poniendo todo lleno de suciedad, moscas y caparras. Porro, vengativo, quiso averiguar quién osaba dudar de su probidad. Marcó el número reflejado a ver quién era.

—Diga…

—Oiga, no será usted primo del Hilario del Pozuelo…

—No, no conozco a ningún Hilario, pero ¿Quién llama?

—Eso no viene a cuento. A mí lo que me interesa es el número del Hilario, y ya de paso, saber quién es usted, que me ha llamado hace un poco y me ha cortado.

—Eso tampoco viene a cuento. Oiga, ¿no será usted un señor patizambo, pequeño, feo y con fama de mangante, al que le partieron el bastón de mando?

—Sepa que averiguaré quién es y emprenderé acciones legales contra usted por injurias.

—Pues yo avisaré al Simeón y la emprenderá a patadas con usted. Que ya sabe cómo las gasta –fin del diálogo.

Cundían muchos dimes y diretes por el pueblo pero nunca habían conseguido encausar al alcalde. Si ladran, que ladren; yo a lo mío. Es decir, a forrarme más aún. Y el que venga atrás que arree. Cuando tantos me votan, es señal de que no lo hago tan mal.

En un pleno, a Jenaro Porro le sacaron a relucir, entre otras cosas, los más de 300.000 euros gastados en el campo fútbol, que después de tres años sigue siendo un barrizal; y los 7.000 euros invertidos en un solar para poner un jardín y sólo han puesto dos bancos para tomar la fresca ¡Exigimos dimisión! ¡Váyase, señor Porro!

El Ceporro dijo que nastis, mientras los vecinos, vecinas y vecines –Porro empleaba lenguaje inclusivo– me voten, seguiré de mandatario. Aunque les moleste. El pueblo me ha puesto y el pueblo me quitará. Puedo añadir que todas las partidas presupuestadas en esta localidad se invierten aquí, sin salir de la comarca. No necesito viajar a Andorra, ni a Suiza ni a República Dominicana. Sepan ustedes que yo no soy ningún Pujol, ningún Felipe, ni ningún Bono. Ahí es donde yo quería llegar.


Vicente Galdeano Lobera

lunes, 18 de agosto de 2025

Maravilla

 Hoy repasamos, muy por encima, la biografía de un antiguo conocido de relatos anteriores; maese Cesarín, dominador del arte de vivir bien sin casi dar palo al agua. Maese Cesarín, siempre en vanguardia de las modas más modernas. Tan moderno que no necesita de lecturas, de Historia, ni de periódicos para informarse; ve esto como una gran pérdida de tiempo: no, no, no, no… para eso ya está la televisión que pagamos entre todos, desde donde el gobierno, que votó el pueblo, te informa de la verdad más verdadera por medio de profesionales que comunican con arreglo a la legislación vigente; sin tendencia ninguna. Amén de los amigos del bar. Esos saben de todo; allí se desmenuza y si les hicieran caso, se arreglaría toda la actualidad más actual

Cesarín es un setentón muy dicharachero, muy ocurrente y a ratos muy gracioso. Dotado de labia admirable, tiene extensa nómina de amigos y casi siempre es el centro de cualquier reunión. De figura normal, no gasta panza cervecera, ni bigote mejicano, ni va esquilado al cero –que tanto mola ahora–, ni lleva tatuajes… Gasta figura como los de antes; sin llegar a ser un Robert Redford, claro. Hay quien lo cataloga, con buen criterio, como un señor híper-súper-mega-guay; así, de tirón. Maese Cesarín enviudó hace unos años; sobrellevó con pena la pérdida de su santa esposa y después de un tiempo de duelo decidió hacer vida normal. Que la vida sigue, así que se dejó de pesares y a otra cosa, mariposa. 

Puesto manos a la obra, su propósito era conseguir compañía. Con su buena posición, Cesarín se las prometía de la maravilla más maravillosa, conseguiría sin problemas el cariño de una mujer joven y de bandera. Y ya de paso dar en los morros a los cotillas de la vecindad; eso sería maravilloso, oso. Conque adelante con los faroles, a programar viajes y cruceros se ha dicho. Bien acompañado, con buenos dineros y en plan maravilloso. Pero en lo relativo a la compañía, maese Cesarín erró el tiro. El acompañamiento no era acorde a sus deseos, estas novias –se le conocieron una veintena– eran de elevada edad, de distintos tamaños y caracteres y no muy agraciadas. Claro, conseguir al dedillo todos tus anhelos no pasa de ser una utopía. Eso sí que sería maravilloso, oso. Pero, bueno, se trataba de ir acompañado y se pasaba buena parte del año alojado en buenos hoteles y en la costa del Azahar donde tenía un departamento a pie de playa. Todo en plan maravilloso, claro. Por fin sonó la flauta; en uno de estos viajes maese Cesarín conoció a Isabella, dama argentina algo entrada en años, que tendría sus horas de vuelo, pero se le adivinaba un pasado de belleza deslumbrante. Y aún le quedaban vestigios de hermosura, que acompañada de la musicalidad característica de su habla y sus maneras exquisitas encandiló pronto al galán. 

El comienzo de idilio siguió su cauce normal, algo lento pero iba adelante. Todas las noches cenaban juntos el maese e Isabella –llamame Bella, que es como me nombran mis amigos, y vos sos más que amigo, Cesarín–, ella buena conversadora con sus maneras refinadas dominaba la situación:

—Che, ¿viste? Me gustás mucho y no sé qué me pasa que solo pienso en vos ¿Te animás a cruzar el charco conmigo? Sho sabré contentaros. Vos sos solvente, Cesarín, y si  lo juntamos con mi magnetismo la felicidad la tenés garantizada, viejo.

Maese Cesarín quedaba pasmado con estas frases y otras más insinuantes, pero la verdad es que no rascaba bola con la famosa Bella. La convidaba a cenar de contínuo pero ella antes de medianoche se retiraba a su aposento con un “sos fabuloso, sos caballero, estimado Cesarín”. Y le estampaba dos besos en las mejillas. Ahí Cesarín no vio maravilla. Por ningún lado.

A los días, estaban los tórtolos cenando en un local con más gente y ruido de lo aconsejable y una gran pantalla de TV estaban retransmitiendo una champion league, o algo así; resulta que la Bella era entusiasta del deporte.Tan así que apenas atendía a su galán. 

Maese Cesarín, que ya se había marcado un par de carajillos cortos de café, visiblemente mosqueado y cansado ya de ni siquiera rozar, y de que la Bella pasara de él, le soltó a bocajarro algo así como:

—Mire usted, mijita, bella dama…, a mí que me gusta todo lo maravilloso, lo del deporte ni me va, ni me viene. Es más, ahí no veo maravilla ninguna. Se lo diré claro con toda claridad, y en su idioma, entiéndalo bien; a mí lo que me gusta es “coger”, y con usted no hay manera ¿Queda clarinete?

—Pero chavón, rescatate que no sos pibe –respondió airada la Bella–, vos sos güevón, o boludo, o pelotudo o las tres cosas –Isabella levantó la mano para arrear al galán.

Menos mal que maese Cesarín era ligero de pies y se zafó a tiempo. 


Vicente Galdeano Lobera

jueves, 17 de julio de 2025

Pacorra

   

      Dadas las circunstancias, Pacorro sin perder comba decidió cambiar de sexo; es un logro conseguido absolutamente legal que ofrece beneficios –sobre todo si se desemboca en mujer– y, bueno, lo principal es que Pacorro vio claro que haciéndose mujer obtendría ventajas. Su físico no le acompañaba; con aspecto de un enorme portero de burdel, con enorme barriga cervecera, con barbas y bigotes desaseados, y con intento de disimular su calva entrecruzando el cabello de una parte a otra de su cabeza, resultaba feo a carta cabal. Pacorro daba horror al miedo.

      Hechos los trámites en el Registro Civil, Pacorro con cierta rapidez se convirtió en Paquita. Así rezaba en su documento de identidad: Francisca Gracia Gracia. Aunque gracia, lo que se dice gracia, Paquita tenía poca. Esta es la mía –se dijo–, sin pérdida de tiempo, se apuntaría a la sartén grande, digo…, ingresaría en el Ejército, Policía, Guardia Civil, Ayuntamiento, Bomberos o cualquier brazo oficial para ser funcionaria; donde la admitieran. Al ser mujer, son menores las exigencias de ingreso. ¡Ya basta de tanta selectividad machista, hombre! ¡Ya basta! ¡Ahora nos toca a nosotras! Pero no la admitieron. En Bomberos, único estamento que, por cierta recomendación, la llamaron, ya en la prueba presencial le dijeron que nones, que sobrepasaba la edad reglamentaria. Amén del pitorreo que el funcionario disimuló como pudo al ver la facha de Paquita, claro. 

      Francisca Gracia vio con tristeza esfumarse la posibilidad de ser burócrata, oficio que ella consideraba parecido a rascarse la barriga, además de trampolín para subir a puestos altos; incluso para hacerse concejal.

      A Paquita no le quedó otra, al menos de momento, que seguir con su puesto de barrendero –bueno, ahora de barrendera– en la demarcación asignada por el Concejo. Ya tocaría ella las teclas necesarias para ver si suena la flauta de una vez y subir en el escalafón.

      Bueno, mientras sonaba la flauta o no, Paquita se apuntó a un gimnasio. Allí, seguro que conectaría con otras mujeres y aprendería las maneras de conducta adecuadas a su nuevas condición; y si de paso podía acercar material y, disimulando, arrimarse a alguna jaca de buen ver, pues mejor que mejor. Total, todo quedará entre mujeres. Porque yo soy mujer, no lo olviden. Lo pone en mi DNI. A Paquita, aun con su nueva identidad, le atraían las mujeres; el problema es que dada su facha, espantaba a todas. Y no, no daba el pego. 

      Al rellenar la ficha del gimnasio surgieron las primeras pegas:

      —A ver, su nombre, caballero…

      —Sabrá usted, señor, que soy mujer, me llamo Francisca Gracia Gracia, pero familiarmente soy Paquita.

      — ¿Paquita? –El responsable le miró como a un extraterrestre– Muéstreme su documento identificativo. Bien, Pacorra…, digo Paca; si le parece lo dejaremos en Paca. Dada su envergadura, me cuesta trabajo llamarle Paquita.

      No le quedó otra que admitirla como mujer. A regañadientes y con bastante guasa, el responsable le mostró las instalaciones y el espacio para las señoras del gimnasio. Al fin y al cabo yo me limito a cumplir con mi obligación. Ya veremos cómo se desenvuelve la cosa –se dijo.

      La cosa se desenvolvió regular. Paca acertó a entrar a los vestuarios precísamente cuando se desvestía una venus morena, mujer de majestuoso porte, con melena de cabellos negros envidiable, con busto erguido y con soberbias caderas. Se puede fingir todo lo que se quiera, pero la mirada no engaña y a Pacorra ante semejante beldad se le saltaron los ojos, se le levantó el ánimo y no pudo evitar arrimarse a ver qué cae. Lo que le cayó a Pacorra fue una ración de hostias suministrada a mano abierta por la bella que, de paso, desbarató los cabellos que cubrían la calva de Paca. Al ruido del barullo acudieron varias personas y también un amigo de la venus que esperaba fuera. El amigo, ya de paso, arreó candela también a la Paca –Paca se despachó con eso de: ¿no le avergüenza el agredir a una dama? ¿Eh? sepa usted que le puedo denunciar y se le caerá el pelo. Y soltó la retahíla de los insultos en boga: facha, fascista (¿?) xenófobo, racista, machista, ultraderechista…, y alguno más–. El otro argumentó que usted tiene de dama lo que yo de obispo. Pero se armó tal trifulca que acudieron los guardias para aclarar la escandalera.

      Una vez aclarado el asunto sin apenas daños, los policías preguntaron a las contendientes si deseaban presentar denuncia. Tanto la bella como Paca dijeron que no era necesario. Y usted, doña Francisca ¿Quiere denunciar a su agresor? Sepa usted que ha sufrido violencia de género por parte de varón… Pacorra no quiso meterse en danza con los jueces. Por si acaso.


Vicente Galdeano Lobera

miércoles, 18 de junio de 2025

Sentimentalismo

Brisa terminó por fin su manuscrito. Había invertido bastante tiempo, pero el esfuerzo mereció la pena; ilusionada, vio llegada la hora de publicar su libro, de presentarse como escritora. Brisa, a quien conocemos de algún relato anterior, tenía afición desmedida a los libros, afición que hacía notar todo el rato a su cohorte de admiradores; para que no dudaran de su amor a las letras.

Brisa, Era mujer joven, sencilla, de muy buenas hechuras, de belleza casi alarmante y de alta formación; feminista, progresista, izquierdista y algunos istas más. Según convenga, claro. De simpatía natural, estaba dotada de una sonrisa y risa que le iluminaba la cara y fascinaba a todo dios. Por supuesto que la obra en que Brisa había puesto tanta ilusión, esta cohorte de admiradores, que la adulaban en exceso, la animaron a publicarla; adelante, Brisa, cualquier editorial, y más si es de prestigio, editará tu libro y serás famosa. Es una obra tan perfecta que no parece real. 

Brisa comprobó, de primera mano, que las editoriales no suelen hacer mucho caso del aluvión de borradores que reciben diariamente. Y más si son de autores desconocidos. De acuerdo, señora, miraremos su original y le contestaremos. Pero después de peregrinar por una docena de editores con el borrador de su obra, ninguno le contestó. Por fin, por medio de ciertas influencias, un editor se dignó en repasar su obra. El editor sopesó que esas ciertas influencias eran de un político de peso. Decidió atenderle; por si acaso.

—Bien, ¿cuánto tiempo dice que le ha llevado a usted escribir la obra?

—Casi cinco años, que se dice pronto. 

— ¡Hombre! Pues el promedio que arroja no es para tirar cohetes, no…, cinco años para escribir sesenta páginas y en letra grande, digamos que no es ninguna proeza. Precisamente.

El comentario le sonó a Brisa como un escopetazo de sal. Y más, dicho por el editor jefe, un hombrecillo de corta talla, casi calvo, nariz enorme y gesto avinagrado. Brisa, acostumbrada a que todos le bailaran el agua, con el editor topó con hueso. Se conoce que el hombrecillo era objetivo y no se dejó fascinar por la sonrisa y risa de la escritora. Qué le vamos a hacer. Continuó el editor diciéndole a la bella, más o menos que, analizada su obra, observó que era corta, pero poco intensa. Lo que vio fue un cúmulo de perfecciones sólo comprensibles para lectores de coeficiente intelectual muy alto. Es decir, lo que yo he visto en su libro es un compendio de bondades, de buenas intenciones, con muy buenos sentimientos; todo predicado con delicadeza y emotividad exquisita. Quizá lo que le falta a la trama es además de predicar, también dar algo de trigo; es decir, algún golpe bajo, alguna jugarreta, enredo…, yo qué sé. Chispa es lo que necesita su libro, vamos. 

Aún recalcó el editor, que para ser autora de renombre tendría que aprender que con ese compendio de bondades, esa sarta de buenas intenciones y esos sublimes sentimientos, aunque lo aderece usted con suma delicadeza, con esas herramientas se hace la peor literatura. Precisamente.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Señal luminosa

“Sueño con la señal; al menor descuido soporto un chaparrón de palos administrado por un cabo varas de muy malas pulgas”. –El cabo varas ejercía de vigilante y le enfadaba sobremanera levantarse de ver la tele para avisar a sus custodiados; por eso habían instalado una señal luminosa en la jaula.

Nos hallamos en un lejano país de Dios sabe dónde. El soñador era don Facundo Garulo, eminente juez del Consejo Superior que, junto a otra eminencia de la misma ralea, estaban enjaulados y vestidos de pajarracos en una galería abierta al público. Su misión consistía, cuando se acercaban visitantes, en trinar y corretear parodiando a jilgueros. Debían estar atentos a la luz y hacer su misión si venía gente; si no, “cobraban”.

Después de un ímprobo y arriesgado trabajo, la gendarmería había echado el guante a un mafioso reincidente –Cardelino, lo apodaban–, acusado de proxeneta, traficante, secuestrador, torturador y más. Su señoría Garulo y compaña no tuvieron reparo en dejar en libertad provisional al hampón. Lo soltaron y el Cardelino voló. El tal había untado bien a sus eminencias y les envió “gatitas” de buen ver para que lo soltaran. 

Pillados con el paso cambiado, procesaron a sus eminencias. En la vista, otros eminentes jueces, los condenaron a pagar mil cuatrocientos pesos –unos trescientos euros al cambio–, con la promesa de que “no lo harían más”.

Ante esta burla, irrumpieron en la sala seis mastodontes con zurriaga exigiendo la modificación del veredicto, “o aquí arderá Troya”, dijeron.

— ¡Guardias! ¡Párenles…! ¡Esto es desacato, entorpecimiento de la labor judicial! ¡Les caerán diez años…! –Exclamó el jefe-sala.

No pudieron decir más, los guardias estaban fuera y las puertas atrancadas; los seis mastodontes se despacharon repartiendo leña a mansalva con ruido, rasgado de togas, y sonoras bofetadas aplicadas a sus señorías. Todo entre recias palabras.

Consiguieron hacer pagar a los juzgadores setenta y cinco mil pesos por barba --unos quince mil euros–; y a los soltadores, “desplumarlos” y enjaularlos con dieta de cañamones, agua y pan. Y “que trinen hasta cazar otra vez al Cardelino”.




martes, 29 de abril de 2025

Peculiaridades

Cada sujeto tiene su peculiaridad que lo diferencia de otros. Marcelino Morral, rapaz esmirriado que frisaba los diez años, hacía gala de una torpeza sublime en la escuela; don Fulgencio el maestro, nunca logró hacer pasar a Marcelino del mi mamá me mima, y eso que aplicaba el principio de la letra, con sangre entra. Aplicaba esto a rajatabla, pero ni aun con esas. 

Marcelino tenía otra peculiaridad, era un malarrasa inteligentísimo para incordiar y marear a todo dios en el pueblo. De suyo muy rencoroso por las tortas que le arreó el maestro, se la guardó, y en un descuido abrió las jaulas donde don Fulgencio criaba canarios, jilgueros, verderones y hasta un cuervo casi domesticado tenía el maestro. Las aves volaron, claro. No contento con esto, Marcelino, que era muy peculiar, saltó al corral y soltó los conejos que don Fulgencio criaba para consumo de casa. Los bichos volaron también. Denunciado el caso, a Morral no le hicieron nada, por ser menor y por falta de pruebas. Bueno, y porque el rapaz corría como un gamo y desapareció unos días del pueblo. 

Quien logró encarrilar algo al Morral fue mosen Valero, el párroco. Se las arregló para aficionar al rapaz a la religión, le inculcó vocación de servicio a la Iglesia y lo hizo monaguillo. En realidad, la vocación que tenía Marcelino, era dar buenos tientos al vino de celebración y a pegar mermas al cepillo de la parroquia. Mosen Valero, que era un bendito y comprendía la peculiaridad del monaguillo, hacía la vista gorda; todo sea por la salvación de esta alma descarriada. Amén. El caso es que en Semana Santa, Morral tocaba la carracla como nadie. Le pilló tal gusto al instrumento que de madrugada se daba un garbeo dando la tabarra por las calles estrechas del pueblo desvelando a todo dios. Al tercer día le pillaron la vuelta y, en pleno concierto de carracla, le capuzaron dos pozales de agua y una espuerta con inmundicias y lo pusieron hecho un cristo. Es que donde las dan las toman, claro. Morral se enfadó sobremanera y como represalia –ya dijimos que era rencoroso, además de peculiar–, después de Pascua hizo el paseíllo también de madrugada y por el mismo trayecto haciendo sonar un cencerro que afanó en la vaquería del señor Manolo. Marcelino, precavido miraba hacia arriba, por eso del agua y demás, pero al día siguiente, a pesar de mirar hacia arriba –quizá debía mirar también para abajo–, de un callejón salieron tres encapuchados y lo majaron a palos. Esto para que vayas haciendo boca y te acostumbres a no incordiar, le advirtieron. Se conoce que los encapuchados no entendían la peculiaridad de Morral. Qué le vamos a hacer.

Marcelino, que por los golpes anduvo escorado unos días, sospechó, por las trazas, que los encapuchados eran Fulgencio, alias el Tocinero y sus hijos; presentó denuncia en la alcaldía. El edil le dijo que sin testigos sería muy difícil demostrar la autoría de los hechos, y que seguramente los autores serían forasteros de los que acuden en Semana Santa al pueblo. Además, para evitar chaparrones y palos, lo que tienes que hacer es no dar la tabarra a tan altas horas de la madrugada, hombre, añadió.

Morral –no conforme con el dictamen del alcalde–, decidió actuar por su cuenta y acudió a la granja de cerdos del Fulgencio, a ver si podía vengarse; a mí, quien me la hace me la paga. Estos merecen escarmiento, vaya que sí. La ocasión le vino de cara; en un cercado junto a la granja del Fulgencio, había unos cuarenta tocinos preparados para cargarlos al camión allí dispuesto. Por el lugar no se veía un alma; sin pensarlo dos veces, Marcelino abrió la corraliza y los tocinos escaparon despavoridos con gran alboroto. Con semejante escandalera los tocineros acudieron a ver qué pasaba y aún vieron a Morral escapar. Costó Dios y ayuda recuperar a los cerdos –se ahogaron cuatro en una gran acequia cercana–, intervinieron en el rescate la Guardia Civil y los bomberos. Quedó claro que la gamberrada de Marcelino Morral se pasaba de peculiar. Lo malo es que esta peculiaridad no les hizo ninguna gracia a los tocineros y denunciaron. A Marcelino lo sentenciaron al Reformatorio hasta la mayoría de edad. Vistos los antecedentes de Morral, no sirvieron de nada las súplicas ni la intersección de mosen Valero, que era un bendito, para evitar el correccional. En el Reformatorio no debieron tratar a Marcelino con guantes de seda; cumplida la condena regresó al pueblo. Parecía otro, andaba más derecho que una vela y más suave que una malva. Y ya no era tan peculiar. Lo que mantuvo intacto, a pesar del encierro, fue su aversión al trabajo y la torpeza con las letras; ahí, sí mantuvo su peculiaridad.

 Llegados a este punto, su familia le planteó que en adelante  tendría que doblar algo el lomo, que no iba a vivir del cuento. A sus dieciocho años, Marcelino era más bien pequeño, esmirriado y endeble, pero para esquilador, podador, o como cabrero serviría. Como esquilador no sirvió; a punto estuvo, más de una vez, de desgraciar a la res cortándole una oreja o zajarle una pata. Como podador resultó una nulidad; árbol que podaba, árbol que desgraciada. Al podar las viñas fue peor; más de un año se quedaron sin vino. Como pastor, peculiar tirando a mal; en un descuido se le metieron el rebaño y el burro en la viña y a fe que la podaron bien. Ese año sacaron vino para dar y vender; se conoce que el ganado entendía más de poda que Marcelino. Lo que son las cosas.

Entre estas hazañas y otras, todas muy peculiares, pasó el tiempo y a Morral lo llamaron a filas. En el ejército, además de instrucción, higiene y urbanidad, a trancas y barrancas le enseñaron a leer y escribir. A partir de ahí su autoestima creció y en los permisos hacía notar todo el rato a sus paisanos, lo importante que es el saber y lo listo que soy yo y que ya he terminado de guiar cabras. Me han ofrecido reengancharme al ejército y pronto seré sargento y guiaré hombres. Vaya que sí. Pasados tres años, Marcelino ascendió a cabo; con semejante grado, el cabo Morral se envaneció más de la cuenta y fastidiaba a los inferiores. Al cabo Morral se le bajaron pronto los humos; los subordinados mosqueados se las arreglaron para, de incógnito, medirle las costillas al caboEn lo sucesivo, Morral, peculiar él, andaba con pies de plomo; por si acaso.

En el ejército, Marcelino estaba como Dios, eso de entender algo de letras y de números lo agrandaba sobremanera; encima disfrutaba de sustento y vestimenta gratis. Pero está visto que para mantener el buen vivir hay que aplicarse algo. Cuando ya llevaba nueve años y, a pesar de hacer cursos no aprobaba para sargento, recibió una notificación de la Superioridad: 

Cabo don Marcelino Morral Garralda:

Por orden de la Superioridad, le comunicamos que, según el protocolo en vigor, al no superar usted las pruebas de ascenso en el escalafón, en treinta días naturales a partir de esta fecha causa usted baja en el Ejército. Deberá usted devolver el uniforme completo, incluyendo las insignias de grado, calzado y cualquier otro elemento propiedad del Estado.

La Capitanía le agradece los servicios prestados.

Dios guarde a usted muchos años.

Mal dilema, en la milicia, Marcelino se había acostumbrado a no trabajar y en adelante tendría idear alguna peculiaridad para seguir en la misma línea.

Ya en su pueblo, por mediación de mosen Valero, que era un bendito, logró emplearse en el concejo como basurero, recadero, sepulturero, cobrador de la Alfarda…, y a ratos sacristán. Y aún le quedaba tiempo para farolear de lo listo que soy yo.


Vicente Galdeano Lobera 

jueves, 3 de abril de 2025

Lastre

        Hay quien predica la monserga filosófica de que el pasado, pasado está, que hay que mirar siempre al futuro; el ayer no cuenta, si acaso el hoy, pero sobre todo el mañana. Todo esto mola mucho de cara a la galería, incluso puedes quedar como un fulano muy instruido, pero lo cierto es que si hay algo que no pasa es el pasado, somos memoria de nosotros mismos y de vivencias pasadas, somos la memoria que tenemos. Y se podría añadir que según qué pasado se convierte en un lastre difícil de soltar que te pesa toda la vida. También se dice que no eres víctima de nadie, sino cómplice de lo que tú permites. Pero esto mismo díselo a un niño a quien maltratan tanto física como emocionalmente; y más si ese maltrato procede de su propia familia, en concreto de sus hermanos mayores, y más si es con la complacencia de los padres. Lo malo es que ese niño va creciendo y, al no tener instrucción, cree que el mundo es así y se aclimata a ese trato. 

        Recibí una confidencia –hay confidencias logran ponerte malo– de un conocido en la que planteaba esta del maltrato que él sufrió. Que conste que no busco conmiseración, sólo desahogo, le considero de toda confianza, me dijo. La cosa, según me explicó, pintaba fea; se trataba de una familia con negocio propio donde reinaba el mal genio, los gritos, gruñidos…, algo parecido a una guarida de lobos, donde el horizonte era desolador; sólo se vislumbraba trabajo, trabajo, trabajo y después más trabajo. Envidiaba a sus amigos; ellos tenían en la familia refugio y cariño, él reniegos y desaires. Soportó una mezcolanza de odio, desprecio e ira mal contenida; todo esto muy difícil de sobrellevar en un niño de apenas doce años. Continuó con la semblanza de uno de sus verdugos –paradójicamente era melifluo y servil con cualquiera, y más si era algo superior–, uno de sus hermanos; se trataba de un mierda acusica de lo que no se ha hecho y delator de acciones inventadas, pero era el preferido de los padres que lo consideraban el más listo, pero la realidad es que este listo no pasaba de ser, además de chivato, un mediocre. Cuando el negocio familiar quebró, los padres se encargaron de enchufarlo en un estamento oficial. Pagando, claro. Lo malo es que hubo que pagar dos veces; el inteligente, al copiar el cuestionario de oposición que le facilitaron falló. Y eso que era listísimo. A este sujeto, los padres lo ponían como referente y ejemplo del buen hacer, y trocaban todas sus torpezas como grandes aciertos ante todos tíos y familia allegada, con clara vocación de hacerme de menos a mí. Queda patente el analfabetismo de los padres; no eran conscientes del daño que me causaban. Mi allegado recuerda las humillaciones, los insultos soportados continuamente, sin consideración ninguna, todo con objeto de anularlo y degradarlo, sobre todo ante testigos; se dio el caso de gritarle ante amigos, conocidos, incluso ante chicas… Ante este trance se quedaba paralizado, sin habla, sin encontrar palabras para defenderse, se sentía abochornado y ridículo del espectáculo que da y esa es su condena. Así destruyeron su reputación; para toda la vida. Recuerda una trifulca donde una vez más resultó humillado, con el agravante que lo observaban, además de los padres, su esposa y su hijito de seis años. Ahí tuvo a mano solucionar la cosa de una vez, por todas; tuvo a mano un macetero al lado que merecía rompérselo en la cabeza. En la cabeza del hermano mierda, claro. Seguro que lo hubiera matado, pero cuenta la consanguinidad y no lo vio correcto. Soporta ese lastre desde entonces que ve difícil soltarlo. La providencia, el Cielo o lo que sea castigó al mierda este dotándolo de una enfermedad dolorosa y está criando malvas hace años. Está junto a la tumba de mis padres y cuando me acerco tengo la sensación de encontrarme con una víbora.

El allegado siguió desahogando su drama en términos parecidos. Estuve tentado de contestarle que intentara borrar su pasado, pero era como una filosofía de aconsejador de andar por casa, sin implicarme. Fui directo al grano:

—Mire, pues me ha hecho usted la foto más perfecta de un correveidile, rastrero y abusador. La solución era fácil, pero convenía aplicarla; a ese le tenía que haber dado usted ferrete y aplastarlo como a una cucaracha, es decir; matarlo. Sin más. Añadiré que a toro pasado desahogarse no soluciona nada. Con su tolerancia les mostró a sus verdugos cómo tratarlo; Usted fue culpable.

En cuestiones íntimas, cada uno sabe dónde aprieta el zapato.



Vicente Galdeano Lobera.