—Lo que yo le diga, don Acisclo, pero para mí que la Cristeta está preñada. Sólo le aviso, que lo veo como muy encaprichado; si el artífice de tal evento es usted, pues vale, pero si no, no, Queda advertido –La tía Fabiana, mujer vieja y apergaminada que tenía fama de clarividente, informaba a don Acisclo.
— ¡No me alarme, doña Fabiana! pero, ¿cómo se ha enterado usted?
—Eso no viene a cuento; lo sé y basta. Le aviso para que sepa a qué atenerse.
Don Acisclo Carramiñana –a quien conocemos de relatos anteriores–, quedó inquieto. Motivos tenía. El caso es que don Acisclo era rico, y se convirtió en riquísimo cuando se unió a doña Maravillas, mujer de un malhumor eterno y genio avinagrado que de maravillosa tenía poco, pero era potentada terrateniente de la comarca. El caso es que don Acisclo creía a pies juntillas que según la tradición, al ser pudiente se beneficiaría al servicio doméstico y a todo lo que se meneara bajo su jurisdicción. El caso es que esas tradiciones ya no rigen; lo comprobó don Acisclo al acercarse, en plan cariñoso, a Merche, la limpiadora. Recibió el pollo dos guantazos de los que tumban una tapia. Y esto es sólo el principio, recalcó la Merche. Lo que pasa es que don Acisclo en su nuevo estatus había engordado y era bajo, calvo, arrugado, algo encorvado y también muy hortera y era todo un repelente para la lujuria, y así no hay manera, claro. Doña Maravillas, sabedora de que el servicio doméstico rechazaba de plano a su marido, contrató como doncella a Cristeta, joven treintañera que recabó en el pueblo. Era esta Cristeta bella sin pasarse, atractiva sin pasarse, arreglada sin pasarse, elegante sin pasarse, pero una pasada de apetecible…, y ambiciosa.
La bella valoró las circunstancias y calculó que en su nuevo empleo podía prosperar. Comenzó el protocolo de acercamiento con sus pestañeos, sus miradas, sus sí, pero no. Don Acisclo, embobado con semejante prenda, entró al trapo. Logró trincarla un par de veces, cuando ella quiso, claro. El galán, a pesar de su eyaculación precoz, pensó que era un crack, impresionado por los oooooh de placer prolongados y profundos que lanzaba Cristeta; hacía el paripé, claro.
El pronóstico de la tía Fabiana se cumplió, Cristeta estaba encinta. La chica informó a don Acisclo.
—Y ahora, Cristeta, ¿qué hacemos? Si lo deseas me separo de mi esposa y me caso contigo… Tú dirás. Lo que quiero es evitar escándalos y habladurías.
—No, don Acisclo, no tengo vocación de romper un matrimonio bien avenido; la solución es más sencilla. Se lo plantearé sin circunloquios que nos hagan perder el tiempo; esto se arregla con tres condiciones: dinero, dinero y luego más dinero ¿Qué le parece? Tenga en cuenta que lo que yo alumbre será su hijo, y puesto que usted no tiene descendencia el niño será su heredero universal.
Quedaron en que don Acisclo le daría una fuerte suma de dinero para que Cristeta marchara a su país; después otra fuerte cantidad para abortar. Más tarde, después de la convalecencia y descansar una buena temporada, podría Cristeta regresar a España y retomar su empleo de doncella. Ya sabes que aquí se te aprecia y te queremos bien, Cristeta.
—Gracias, don Acisclo, lo pensaré y veré lo que más me conviene –contestó la bella.
Cristeta, sí que pensó lo que más le convenía, sí. El caso es que, al tiempo reglamentario, se presentó en la finca de don Acisclo con el fruto de marras. Ahí tiene usted a su heredero, señor. Vengo a reclamar la tercera condición acordada en su día: más dinero.
Doña Maravillas, hecha un basilisco, insultó y amenazó de tal manera, que al marido no le quedó otra que poner tierra de por medio. Por si acaso. El altercado resonó en la comarca, casi como la Campana de Huesca en el antiguo Reino de Aragón.
Siempre se ha dicho que todos tenemos un doble. Pero mira tú por dónde, el chico salió con cara redonda y enormes orejas, es decir, clavadico al Lisardo, un peón algo lelo, pero con fama de estar bien dotado; lo contrató en su día doña Maravillas para obligaciones de fuerza.