viernes, 13 de septiembre de 2024

Burócrata gorrero

           

—Qué pasa, no tiene usted cita, ¿verdad?

—No, señor, no. Es que me ha surgido el problema así de pronto…, y, puesto que no hay nadie esperando, pensé que me atenderían.

—Imposible, caballero, sin cita no podemos atenderle; tendrá que volver otro día.

La escena se sitúa en una ventanilla de una delegación estatal, el funcionario está ocupado en mirar la prensa. Un señor visiblemente en apuros osó interrumpirle.

Después de un tira y afloja, el caballero razonó, rogó, suplicó…, y logró conmover al funcionario.

—Bueno, como me ha caído usted bien estudiaré su caso mientras voy al bar de al lado a desayunar. Si tiene la bondad de acompañarme, claro.

—Sí que le acompaño, sí; además tendré mucho gusto en convidarle.

El funcionario en cuestión, don Emiliano Gorría, era un señor pequeñico, cincuentón, con poco pelo, carirredondo, coloradote y con buena barriga. Mirándolo de perfil su pantalón semejaba un enorme embudo. Lucía el guardapolvo y la visera de burócrata con el mismo orgullo que si fuera un uniforme de almirante. A pesar de su facha.

A don Emiliano al escuchar lo del convite se le alegraron las pajarillas. El desayuno de don Emiliano solía ser parco; café con leche y bollito. Y a veces sin bollito. Pero ese día, al ir de gorra, haría una excepción y desayunaría como una persona mayor. Allí dieron buena cuenta de huevos fritos, jamón, torreznos, ensalada…, todo bien regado de tintorro. Y como colofón dos carajillos bien aviados. El solicitante dedujo que le hubiera salido más barato comprarle un tabardo al funcionario que convidarle. Hay que ver cómo traga el andoba, con lo pequeño que es. No sé dónde lo mete. 

—Pues nada, caballero –dijo don Emiliano al solicitante–, me pondré a trabajar en su asunto que espero solucionarlo en unos días. Le espero el próximo lunes a la misma hora aquí mismo, en este bar, que solventaremos con más intimidad que en ventanilla, y así no necesitará usted pedir cita.

Lo que pasa es que don Emiliano, acostumbrado a eso de desayunar de gorra, alargó la cosa para esperar al solicitante en unos días, un par de veces más. Es que las cosas de palacio van despacio. Y su asunto es complejo, caballero –se justificó.

Don Emiliano Gorría, desde joven pasó por distintos oficios; mozo de almacén, recadero, guarnicionero, confitero…, incluso oficial disecador; pero se cansó. Y agachándose logró entrar en la Administración. Una vez dentro, se aplicó y, agachándose más aún, consiguió ascender a jefecillo. A partir de ahí, don Emiliano se propuso sacar beneficio de su rango; a fe que muchas veces lo conseguía. Estaba convencido de que todo dios, incluidos sus compañeros y subordinados, le tenían que venerar, agasajar, rendir pleitesía… ¡Ah! y convidar, sobre todo, eso, convidar. Este buen hombre, la treta de sablear la tenía muy estudiada y un día sí y otro también se las daba con queso al personal; o eso creía él. Los demás lo toleraban, bien por conveniencia o por no liarla. Don Emiliano, al ir de tapeo con la cuadrilla, siempre  se las arreglaba para escabullirse cuando tocaba  apoquinar; bien recibía una llamada urgente, o casualmente se entretenía hablando con alguien,  o se despistaba mirando el diario, o se hacía el sueco. Todo sin disimulo, hasta que alguno se estiraba, claro.

Estas situaciones se sucedían a menudo sin apenas variación; don Emiliano en lo suyo, escurriendo el bulto, y los otros en lo de ellos, es decir, aforando. Pero a veces las expectativas fallan.

Don Emiliano y compañía, ese día, en el bar, se habían marcado un aperitivo más que notable. El jefecillo, como de costumbre y en el momento oportuno, se retiró al lavabo. Los otros, como si un resorte los hubiera puesto en marcha, levantaron el campamento y se largaron; el jefe paga, dijeron. Cuando el señor Gorría calculó que ya había escampado y salió del aseo, no le quedó otra que pasar por taquilla. 

            No, si esto ya me lo olía yo; no, si esto sólo me pasa a mí, ¡por espléndido! Nunca aprenderé –murmuró.


Vicente Galdeano Lobera