Afortunado en el juego, desgraciado en amores; dice el refrán. Pero Manuel no se consideraba encasillado en ninguna de las dos situaciones; en la primera, él no era jugador y en la otra no había ido a buscar nada. Sólo Patricia que se había encaprichado en él, y no lo dejaba ni a sol ni a sombra acosándolo sin cesar.
Acudió al casino
con intención de huir hacia adelante, para paliar los efectos de la tormenta
interior que padecía. Se jugaría el sueldo del mes. Manuel, de carácter muy
reservado no hacía partícipe a nadie de sus padecimientos; a su familia para no
preocuparla, y a sus amigos tampoco, por evitar habladurías, o quizá burlas. Se
lo tragaba todo él.
El caso es que esa
noche la suerte le sonrió y ganó una buena fortuna. Lo suficiente para comprar
casa, coche y resarcir bien a sus padres, que a cada paso tenía que escuchar: “Nosotros,
a tu edad, nos desvivíamos por ganar dinero y darte buenos estudios y un
porvenir, y tú solo te empleas en ocupaciones que ni te mantienen”. Manuel, de
veintinueve años, había conseguido empleo fijo y contribuía a los gastos de
casa. Nunca contentaba a su familia. Pero ahora le daba todo igual.
Al entrar a su
habitación no resistió a encender el móvil, lo había dejado apagado, tenía más
de cien whatsap y montón de llamadas perdidas; comenzó a inquietarse, eran de
Patricia; estaba mirando esto cuando un nuevo mensaje saltó a la pantalla: “No
pienses que te vas a librar de mí tan fácil. Te voy a demandar por violencia de
género y te encarcelarán; verás qué risa. Además estoy embarazada y reclamaré
tu paternidad y nos tendrás que mantener a mí y a mi hijo”. Iba a contestar
cuando sonó el móvil; descolgó.
— ¿Dónde has
estado? ¿Por qué te escondes de mí?
—Yo no me escondo,
Patricia, aclaré que no me interesas; dejamos zanjado el asunto… -Manuel ya
veía venir el consabido sermón, se le hacía insoportable, le alteraba y siendo
de carácter blando no acertaba a contestar adecuadamente y quitársela de encima
de una vez. Aun así le dijo que el hijo no era suyo, que en la semana escasa
que salieron, habían intimado sólo dos veces; y con precauciones, “tú sabrás de
quien es”.
— ¡Estás
pisoteando mi dignidad, Manuel! ¡No tolero insultos! —Deja de fingirte digna,
Patricia, tú tienes de digna, lo que yo de obispo. No pasas de ser, digamos,
“normalita”. –Patricia pertenecía a una especie de secta donde se traficaba con
drogas; vio el asunto peligroso y él no tenía vocación de implicarse ni de
lejos. —Me voy a matar, Manuel, dejo una carta en la que te implico en negocios
turbios y te acuso de asesinato. Eso sin contar el repaso que te darán unos
emisarios que te mandaré. Adiós.
—Espera, Patricia,
voy enseguida… Pero no te mates. --Ella colgó.
La encontró en un
almacén donde el padre de ella guardaba herramienta; Patricia portaba una
radial y amenazaba darle marcha y seccionarse. —¡Patricia! ¡Suelta eso, podemos
hablar! –Manuel, con disimulo quería desconectar la cortadora de la red-
—¿Hablar? Si no prometes casarte conmigo me mato… -Retrocedía de espaldas con
la radial a punto- ¡Quieto! ¡Como des un paso más, me mato! Patricia continuaba
retrocediendo, con tan mala suerte que tropezó con algo del suelo cayendo de
espaldas y conectando sin querer la sierra. Fue un momento, la máquina cortó la
muñeca y una pierna de Patricia. Se desangró y tardó poco en morir.
Huyó, le entró
pánico, se veía en interrogatorios inquisitivos de la policía y, lo que es
peor, a su familia echándole la culpa de todo y “que ellos no merecían eso
después de toda una vida trabajando por él”.
Volvió a casa, sus
padres estaban en el pueblo, agarró la escopeta y zanjó el asunto.