La chica, al
servir mi cena, se acercó y demoró más
de lo necesario rozando sus caderas con mi brazo.
¡Uf…! ¡Demasiado! El miedo guarda la viña; pero a mis
sesenta y tantos mal llevados, confieso que se me levantó el ánimo. A gusto la
hubiera sentado en mis rodillas si no temiera las bofetadas consiguientes.
Clarisa es mujer
joven, gentil y delicada, parece que estás viendo una santa hermosa de las que
pintan en los altares; tiene tez tostada que encierra unos ojos marrones y una
boca de ensueño todo enmarcado con abundantes cabellos oscuros largos hasta su
cintura, bien sujetos con horquillas que no estorban para contemplar su
extraordinaria belleza; de estatura normal y medidas adecuadas, rondará la
treintena. Ejerce de camarera en un bar de ruta con buen aparcamiento para
camiones, donde suelo cenar a menudo, según mi itinerario.
Observé pronto que
Clarisa me enviaba mensajes en lenguaje universal: la mirada. Este idioma lo
entienden todos, excepto los muy solemnes y los tontos de capirote…, bueno,
quizá algunos más. No me quedó más remedio que tomar la iniciativa. Hubiera
sido pecado gordo ignorarla. Armonizamos, era comunicativa.
—Siéntese a cenar
conmigo, prenda, la invito –solté con naturalidad-; hablaremos de lo que usted
quiera, Yo, hasta mañana no tengo prisa.
—No puedo, señor,
lo tenemos prohibido…
Lo dijo tan
sonriente, que parecía afirmar.
—Pero, si ya no
hay nadie…
—Sí, sí; no crea,
las paredes oyen.
Me dijo también
que estaba harta de escuchar indecencias y proposiciones de clientes. “Por eso
me figuro que ha equivocado usted el oficio”, añadió.
Sentado junto al
camión fumando antes de acostarme, veo salir a la bella; terminada su jornada,
partía para casa.
—Clarisa… ¿Acepta
una cerveza heladita en mi compañía?
Pasado el
sobresalto, no me había visto, se sentó a mi lado. Y pude aspirar toda su
fragancia de mujer joven. Hablamos; “en casa me espera no se si marido o
verdugo. Hago cuenta que entro en un calabozo”.
Deduje que Clarisa
estaba huérfana de caricias, de palabras bonitas… también de conversación;
adiviné que suplía esas y otras carencias con placer solitario.
—Usted, como leedor,
seguro que sabrá algún cuento; cuénteme uno…
—Pues no, Clarisa,
no sé ninguno… pero lo inventaré para usted ¿Se enfadará si es subido de tono?
—No, no me enfadaré… soy toda oídos.
—Allá va: “Hace
muchos, muchos años, cuando reinaba Carolo, don Gaspar Fiereza, alguacil
enclenque y contrahecho, conoció en una mancebía a Domitila, bellísima joven
–no tanto como usted- rubia y encantadora como un hada que no se sabe cómo fue
a parar allí. Las malas lenguas aseveran que por su excesiva afición a los
hombres y por tener pasar holgado. Don Gaspar se encaprichó y propuso
matrimonio a Domitila. Ella accedió encantada; iba a subir grado en la
sociedad.
Desde los
comienzos de la nueva andadura se vislumbraba desastre; don Gaspar, con
semejante señora se veía más atado que un gato con un menudo; no cumplimentaba.
Domitila con veinte años cada vez más en sazón, la solicitaban varios moscones;
ella, sobre todo a los de alcurnia, no los espantaba. Entre esta cofradía
conoció a don Gil de Andrade, noble elegante con merecida fama de mujeriego y
algo borracho. En sus conquistas había mozas, casadas, sirvientas… incluso
monjas. Domitila se aficionó en demasía a don Gil; este hombre resultó ser un
garañón potente, en cada encuentro yogaban hasta cuatro veces. Quedaba ella
jadeante y muy feliz y muy cumplida. Y él igual; pero tan sin fuerzas que, ida
ella, se quedaba buen rato en cama restituyéndose con vino, tostadas y miel.
El celoso alguacil
comenzó a sospechar que su santa esposa tenía algún enjuague; porque a menudo
le encontraba amoratados brazos y
muslos, amén de mordiscos en el cuello de los que se suelen cobrar en batallas de cama, que no recordaba habérselos
dado nunca, ni las medidas de los dientes eran suyas.
Don Gil, al poco
apareció cosido a estocadas en un callejón oscuro; Tenía su espada empuñada; extraño
detalle, y más teniendo todos pinchazos por la espalda. “Venganza de maridos
burlados”, dijeron.
Domitila, viendo
las orejas al lobo, puso pies en polvorosa acompañada de otro apuesto galán. Y
colorín colorado, este cuento se ha acabado”. — ¿Le ha gustado? “¡Oh, sí… muchísimo! Tendrá
que decirme uno cada vez que estemos juntos”.
Sí, noté que sí le
había gustado. Una historia contada entre sábanas recién planchadas para
juntarse es tan efectiva como las más sabias caricias. Bueno, faltó lo de las
sábanas… Continuará; eso espero.
Vicente Galdeano Lobera..